Sin embargo, nuestra mente consciente no está
adecuadamente preparada para aceptar la
impredictibilidad. Quizá sea porque
disfrutamos de una capacidad portentosa para
explicar cualquier observación que hacemos,
hasta el punto de que todo lo que nos llama la
atención lo encajamos – aunque sea a
martillazos – en un modelo que tenga algún
sentido para nosotros. Eso, que en principio es
positivo, frecuentemente se alía con nuestra
generalizada estupidez – hermana de la vanidad
y prima del orgullo – para producir efectos
ciertamente deletéreos, haciendo que
confundamos la incertidumbre – o aleatoriedad
– con el caos. Pero, por definición, algo
incierto o aleatorio no es predecible, mientras
que el comportamiento de un sistema caótico sí
lo es, aunque tal predicción sea
extremadamente difícil o compleja.
En nuestra
ceguera ontológica
, agrupamos o
encasillamos las observaciones, las
categorizamos
. Ese proceso acaba por forzar a
la
cruda
observación, doblegándola hasta que
se adecue al tamaño y la forma de la casilla o
categoría
. Por tanto, el proceso de
categorización, tan común en ciencia, en
historia y en filosofía, inevitablemente reduce
la complejidad natural; es como si le
cortásemos las piernas al muerto para que
quepa en el ataúd. A partir de ahí,
seleccionamos cuidadosamente las
observaciones para que se ajusten a esa
reducción de la realidad y nos
quedamos tan satisfechos, pensando
que así hemos demostrado la veracidad
de nuestro modelo.
Nos negamos a aceptar que el simple
hecho de seleccionar los datos ya
implica un sesgo y, por consiguiente,
destruye la veracidad del modelo.
Siempre encontraremos datos que
confirmen cualquier teoría, por
absurda que sea;
invariablemente encontraremos
las suficientes
pruebas
como
para engañarnos a nosotros
mismos, obsesionados por
confirmar
nuestro
conocimiento
, en lugar de
luchar contra
nuestra
ignorancia
.
La observación es el
elemento fundamental de
cualquier forma de
conocimiento. Ya Kant nos alertó sobre la
insuficiencia de la
razón pura
. De hecho, solo
somos inteligentes porque observamos el
mundo que nos rodea, aprehendiéndolo además
de verlo. El problema es que la evolución hizo,
entre otras cosas, que nuestro cerebro tuviese
esa capacidad específica para inventar
explicaciones sobre prácticamente todo lo que
observamos.
Parece que la base de este problema está en
que una
explicación
permite memorizar mucho
mejor un dato o un fenómeno que si
pretendemos hacerlo de una forma
objetiva
(meramente descriptiva, ajena a cualquier
soporte explicativo). Por decirlo así, la mayor
parte de las personas no sabemos memorizar si
no es insertando cada observación en un
modelo predefinido. Lamentablemente, esto
puede incrementar nuestra errónea percepción
de que hemos comprendido los hechos, cuando,
en realidad, lo único que hemos conseguido es
consolidar nuestra vanidad y, con ello,
perpetuar nuestra ignorancia.
Karl Popper siempre desconfió de la
justificación científica convencional – demostrar
positivamente
; es decir, mediante la
confirmación de resultados – y por eso
desarrolló el concepto de
falsabilidad
sobre la
base de que la
demostración de un
modelo o de una
teoría debe estar
soportada por
pruebas
que busquen de forma
rigurosa que el modelo
puede ser erróneo o falso. Su
argumento es demoledor: un
solo dato incompatible con el
modelo puede derrumbarlo, aunque
exista un millón de observaciones
favorables a él; nadie puede
asegurarnos
científicamente
que
mañana volverá a salir el sol,
aunque así venga produciéndose
indefectiblemente desde que hay alguien
capaz de hacer historia.
Unamuno no llegó a complicarse tanto y se
conformó con que
nada digno de probarse
puede ser probado
. Tal vez tenga razón y la
verdadera inteligencia sentiente no consista
tanto en perseguir un objetivo, sino más bien
en averiguar cuál es el objetivo que
perseguimos realmente; solo así podremos
avanzar en el conocimiento.
■
P
de Rebotica
LIEGOS
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LA REALIDAD BAJO LA ALFOMBRA