L
a tarde caía plomiza, el otoño se presentaba
anunciándose con la luz o mejor con su
ausencia. Los últimos rayos de sol calientes
animaban el juego infantil de un pequeño que
a sus cuatro años se abandonaba confiado a
sus carreras sin más fin que gastar sus
energías. Su confianza se reforzaba de vez en
cuando llevando la mirada hacia su abuelo
que, sentado a la sombra, le vigilaba
atentamente pareciendo a la vez distraído. De
ese modo ambos se sentían seguros, el uno
porque alcanzaba con la vista a quien le
cuidaba y el otro porque podía mantenerlo en
la mirada sin hacerle sentir intruso. En el
fondo ambos sabían el uno del otro, pero
ambos jugaban el juego de la
vida que consiste en
dejar que se vaya
poco a poco
aquello que
más queremos
y hacerlo aún
a sabiendas
de que bastaría un poco más de intensidad en
la mirada para que el otro nunca se marche.
A veces un pequeño tropezón les delataba
porque los dos se encontraban mirándose al
mismo tiempo. En una de éstas, el tropiezo
llevó a la caída, la caída trajo un poco de
dolor y con éste vino el llanto, no muy
insistente, no muy intenso pero suficiente
para que ambos, el abuelo y su nieto
necesitaran consuelo. El viejo saltó de la
silla con la agilidad de los músculos duros
en huesos gastados y en tres pasos largos
alcanzó al pequeño, lo levantó y cogidos de
la mano fueron a la sombra y se sentaron el
uno en su silla y el otro en sus rodillas.
Pronto el leve traqueteo acunó la conciencia
del pequeño y cesó el llanto, con un pañuelo
secó sus lágrimas y alivió la nariz del niño
quien sorbió aire y se rascó la cara
evidenciando que su abuelo no era tan dulce
como su mamá para limpiarle. Así pasaron
un rato, mirando a la nada, disfrutando el
nuevo otoño o quizá los últimos calores del
verano que se resistía aún a marcharse.
Aunque el viejo no necesitaba moverse, la
inquietud comenzó a dominar el cuerpo del
pequeño, primero agitaba sus piernas
balanceando sus piececillos que a
veces golpeaban al abuelo, luego
la inquietud le hizo revolverse y
finalmente alcanzó su
inteligencia impulsándole,
¿cómo no?, a preguntar.
“Abuelo, ¿qué es la
ilusión?” El anciano temía
la avalancha de curiosidad
y quiso saber qué
inquietaba realmente al
pequeño. “¿Porqué lo
preguntas?” El niño tomó
aire como para dar un gran
discurso y el viejo se preparó
para el vendaval de palabras
que saldrían por aquella boca.
“abuelo, resulta, que es que….
Hoy por la mañana, cuando
estaba comiendo los cereales, que
mamá dice que siempre hay que
P
de Rebotica
LIEGOS
38
RELATOS
Ilusión de
madera
Javier Arnaiz
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