Revista Farmacéuticos - Nº 130 - Julio/Septiembre 2017 - page 29

–Sí, por supuesto, ningún problema. Espere
un momento, que le hago sitio en la mesa.
La tengo tan llena de cosas que casi no he
dejado espacio para nadie más. Perdone.
Teresa tuvo buen cuidado de introducir la
contraseña esperada por su interlocutor,
“ningún problema”, en la primera de las frases.
Una mirada de inteligencia comprensiva, del
todo desapercibida para cualquier observador
de la escena, se deslizó entre ambos. Dos
personas de mediana edad y aspecto
desenfadado intercambiando una ligera
conversación con las palabras ajustadas a la
educación superior que representaban. Nada
más allá de un diálogo circunstancial a media
tarde.
El hombre colocó sobre el espacio menos
ocupado de la mesa el vaso de café que
sostenía entre el índice y el pulgar de su mano
derecha y deslizó debajo la servilleta con la
que había logrado no quemarse hasta llegar allí.
Ambos simularon sumergirse en sendas
lecturas mientras deslizaban de vez en cuando
una mirada distraída al devenir indolente de la
calle.
Transcurridos unos minutos, el hombre se
levantó, musitó un adiós entrecortado, recogió
su vaso y se dirigió sigiloso a la escalera. Teresa
echó un vistazo rápido a los pocos clientes de
las mesas y con un movimiento aparentemente
casual colocó su libro sobre la servilleta. Se
tomó unos segundos de observación pensativa
y a continuación recogió el libro y
reemprendió la lectura haciendo, como quien
actúa inconscientemente, que la servilleta
pasará a ser el separador de las hojas.
–15:35 –leyó justo al lado del logotipo del
establecimiento, y un suave escalofrío
recorrió perceptiblemente su nuca.
Ahí estaba la orden. La
maquinaría se ponía en marcha
para la fase definitiva del plan.
Rememoró a cámara
rápida los detalles
de su próxima
actuación. La
motivación de
todos los
miembros del
equipo era tan
excepcional como
debía ser, por
obligación, su
capacidad para
llevarlo a cabo. Formar parte del engranaje,
saberse eslabón ajustado y comprometido
empujaba a todos, pero muy especialmente a
las mujeres, que se sabían protagonistas. No se
trataba de hacer justicia; pasara lo que pasara,
hicieran lo que hicieran aquel día y en adelante,
aquélla no formaba parte de su ideario. Se
trataba, eso sí, de crear una oportunidad donde
no la había, de frenar por una vez y con fuerza
la dura crueldad de la sangre.
Un nuevo destello nervioso se abrió paso
cuando pulsó el botón que despertaba la
pantalla del móvil. Las 15:33. La casa que seguía
desde su ventana seguía sin actividad y la calle
mantenía un nivel bajo de tráfico a esas horas.
Observó con discreción los detalles de la
vivienda que tantos secretos ocultaba. Divisó
geranios en la parte superior de las dos
columnas de ladrillo visto que sostenían el
enorme portalón, un parapeto metálico que
apartaba concienzudamente el edificio de la
vista de la gente a nivel de calle. Exploró el
enrejado romboidal en las ventanas de las dos
plantas y el homogéneo blanco roto de las
cortinas que, claramente, contradecía con la
suavidad del color el terror que ocultaban.
A las 15:35 en punto, Teresa comprobó que un
taxi se detenía en la entrada ocupando el paso
de carruajes. Durante la espera, el taxista
mantuvo un gesto hierático aunque atento a
los movimientos alrededor. A poco, un hombre
de mediana edad traspasó el umbral de la
vivienda y cerró la puerta tras sí con una doble
vuelta de la llave. Al momento, la cancela de la
puerta peatonal situada en el lateral del
portalón se alzó y el rectángulo verdoso se
abrió hacia el interior, dando paso a una figura
elegantemente vestida y cabello entrecano que
se introdujo por el lado derecho posterior del
taxi. Aun a la distancia que les separaba, Teresa
pudo distinguir con claridad el gesto del
conductor indagando las instrucciones al
cliente. El vehículo arrancó y
se perdió calle
abajo.
Transcurridos
unos minutos,
una berlina gris
oscuro se
detuvo ante la
entrada de la
finca. Un
hombre y una
mujer
descendieron
ágilmente del
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Pliegos de Rebotica
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