Revista Farmacéuticos - Nº 128 - Enero-Marzo 2017 - page 28

C
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aía la noche sobre Madrid. La
vieja Facultad de Farmacia de
la Complutense proyectaba
su sombra sobre el campus.
En el almacén del
departamento de Botánica apenas se veían
las siluetas de las primitivas estanterías, con
los cientos de papeles de estraza,
conteniendo herbarios recopilados de fuentes
innumerables.Abrí por última vez uno de ellos,
traído desde Nueva España por el farmacéutico
Jaime Senseve a finales del s-XVIII, según el
pliego ajado que tenía en las manos, aunque
intuyo que este ejemplar debió ser encontrado
en su paso por La Habana en 1803. Una flor
única, sin catalogar desde hace 200
años. Lo miraba por última vez.
Terminé el Grado de Farmacia con nota
suficiente, y unos ingresos fijos familiares,
para poder afrontar el reto de la Tesis
doctoral con suficiente holgura tanto en
tiempo como en materia a estudiar. La
Botánica siempre había atraído mi atención,
quizá por la variada actividad que puedes
desarrollar, mezclando actividades de campo
libre, con largas sesiones de clasificación
taxonómica de los ejemplares localizados, o
interminables jornadas de redacción de los
descubrimientos realizados. No obstante, al
novato recién incorporado en el
departamento de Botánica siempre le
asignan alguna tarea extra que le ayude
a situarse en el contexto
académico….. y saber que es el
último mono de la casa: en mi caso,
puesto que iba a remodelarse las
instalaciones del departamento, me
tocó movilizar del almacén cientos de
cajas con viejos herbarios, haciendo
incluso una preselección del material que
podía enviarse directamente
a destruir.
Así pasé los dos primeros meses
dentro del departamento, alternando inicio
de proyecto de tesis con trabajo de
“reciclaje”, cuando una tarde,
entre viejas cajas, que seguro ya estaban allí en
plena guerra civil, apareció un fardo, un bulto de
tela atado con cuerda, con la inscripción “De
Nueva España. J. Senseve. 1805”. El bulto olía a
rancio, pero a ningún aroma en particular, por lo
que al decidir abrirlo cortando una vieja cuerda, y
retirar una gruesa tela parecida a un trozo de vela
de barco, me sorprendió el fétido olor que debía
haberse concentrado dentro del paquete durante
años.Aparecieron restos de pliegos con plantas
deshechas junto con una relación de ejemplares,
que debían estar en el fardo, y la firma del tal
Senseve, ¿encomendando su alma al Altísimo?
Curioso detalle. Imaginé que sería un formalismo
de dicha época. Pero dentro todo el herbario
estaba deshecho, salvo un pliego, con una flor
negra, brillante, con tallo lleno de
espinas, que parecía haber sido
arrancada hace unos minutos de la
planta madre.
Y estaba admirando ese
ejemplar de flor desconocido
cuando su leve aroma, fresco
y embriagador, llegó a mi
epitelio olfativo y se
desencadenó la primera
visión, desdibujándose las
paredes de la facultad, siendo
sustituidas por un acantilado al
lado del mar, donde un
hombre de mediana edad, y
ropas coloniales, cortaba una
flor idéntica a la que tenía en
el pliego, de una planta espinosa,
en cuya base estaba un cuerpo
de un hombre de color
desangrándose. Detrás del hombre
que cogía la flor podía ver otras figuras
humanas, otros señores y esclavos
observando la escena. Grité. El hombre
giró la cabeza y me miró. Caí desvanecido.
Al día siguiente me encontraron
dormido sobre la mesa de trabajo.Achaqué la
pesadilla al trabajo en exceso, y al polvo
inhalado de plantas en descomposición desde
hace décadas, en ese almacén olvidado.Y seguí
Herbario
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Pliegos de Rebotica
´2017
Juan Jorge Poveda Álvarez
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