Revista Farmacéuticos - Nº 115 - Octubre-Diciembre 2014 - page 35

D
espués de unos tintineos
luminosos, el amanecer aparecía con una blancura
total. La luz pasaba a través de los barrotes
proyectando su sombra sobre todo cuanto ocupaba
aquel espacio, mínimo pero suficiente.
En la jaula vivían dos ratas, ambas blancas de la raza
wistar, esas que prefieren los laboratorios por su
perfil genético que las predispone a un aprendizaje
rápido. De nada serviría ponerles nombre, ellas no lo
usarían y a todos los efectos eran dos simples
números en la pizarra del experimentador quien,
ajeno a todo cuanto sucedía en la jaula, únicamente
se interesaba por la velocidad a la que las ratitas
aprendían a controlar la palanca de acceso a los
pellets de comida.
Con cada amanecer simulado por las luces
fluorescentes, una de ellas se abalanzaba y con
destreza empujaba tres golpes de palanca. La
otra, caminaba como perezosa hasta que también,
aunque de un modo más errático conseguía su
primer pellet del día. Naturalmente, estas
conductas eran fielmente anotadas por el
experimentador, quien de nuevo cargaba su
artilugio para proporcionar más comida a los
habitantes de la jaula. Lo que escapaba
completamente a la interpretación del responsable
del laboratorio era la razón por la que la rata
perezosa no corría como su compañera más
activa. Cada vez que la luz se encendía acudía de
forma abrupta una impresión en la memoria de la
rata, un amanecer rojo y lento, un recuerdo de un
tiempo de calor y sensación de seguridad, como
si en su memoria existiera el registro de otro
mundo diferente del de luz y oscuridad repentina.
De tanto mirar hacia el horizonte, un día vio como un
gran ratón controlaba el dispositivo de la comida, se
quedó perpleja, casi en un estado de estupor. Aquello
comprometía todo su sistema de creencias. Su
supervivencia no dependía de la agilidad y habilidad
para empujar una palanca, todo su futuro descansaba
en la decisión de un gran ratón blanco con patas
traseras negras y que andaba sobre
ellas mientras usaba sus patas
delanteras para mover
objetos enormes y
absurdos. La rata
dudó de sí misma,
aquello era imposible, ¿cómo decírselo a su
compañera?
El fluorescente tintineo, la luz blanca acudió y la rata
se abalanzó sobre la palanca para impedir que la otra
siguiera jugando en el interminable capricho del gran
ratón. Pero el condicionamiento era muy fuerte y su
compañera enfureció propinándole un mordisco que
le dejó sangrando. El experimentador, curioso anotó
aquel comportamiento sin ninguna emoción más allá
de la simple curiosidad. Poco o nada le importaba la
vida de sus ratas.
La rata, miraba las reacciones del gran ratón,
después de trastear con algún objeto, abrió la jaula y
sacó de ella a la rata herida. Se proponía sacarle
sangre y curar su herida. La tomó del rabo y la
colocó en una mesa con un mantel blanco. En
seguida una gotita de sangre dejó una impronta roja
y redonda que entró en la retina de la rata. De
pronto, el recuerdo se hizo vivo, el sol, un sol cálido
y brillante que venía cada día poco a poco. El gran
ratón se giró y la rata pudo ver por un hueco la luz
del amanecer. Sin pensarlo saltó hacia la ventana y
de ella al suelo, un suelo que afortunadamente
estaba al alcance de su salto. Después
corrió por un suelo lleno de briznas
verdes, luego encontró otro de tierra y
allí un pequeño agujero, donde pudo
refugiarse en su loca huida.
Como era una rata no dijo nada,
solo se quedó quieta, muy quieta,
como temiendo el mismo mundo que
añoraba sin saber de dónde ni porqué
sentía tal necesidad. Seguramente,
si hubiera podido hablar hubiera
tenido alguna palabra para
su compañera, pero seré yo
quien ponga en su
hocico su mensaje.
“Adiós ratita
subsumida”.
P
de Rebotica
LIEGOS
35
FÁBULA
Javier Arnaiz
La ratita
subsumida
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