Revista Farmacéuticos - Nº 115 - Octubre-Diciembre 2014 - page 23

barrera al recuerdo de pasadas perturbaciones.
No le dio más vueltas al asunto, incluso por
encima de la idea, que llegó a rumiar durante
sus horas de insomnio, de que aquel lance
insólito acaso pudiera tener un origen
inescrutable, ajeno a lo natural, como un
prodigio. Pese a ello, era evidente que el suceso
había inaugurado una nueva etapa en su
flemático subconsciente, una en la que las
píldoras trataban de compensar más mal que
bien recelos y miedos.
A partir de entonces extremó sus cautelas. Puso
un cerrojo nuevo y metió la copia de la llave
dentro de una caja vacía de aspirinas, en el
altillo furtivo y poco accesible de un
archivador. No le dijo nada de esto a Bernardo.
Vigilaba todo y a todos. Le dio por levantarse
más temprano y adelantar su llegada a la
farmacia, antes de que lo hicieran sus
empleados y se abriera al público. Aprovechaba
ese rato para estudiar nuevas fórmulas con
sustancias de nombres enrevesados.
Como había marcado el nivel del líquido en las
botellas, al poco pudo comprobar con sumo
disgusto que seguía disminuyendo debido a
bocas extrañas. También echó a faltar alguna
pieza de fruta, y volaba el alcohol de las
garrafas. No había duda: continuaban
montándose a sus espaldas discretas
francachelas nocturnas. Así que un buen día
hizo instalar una caja fuerte en un
rincón de la rebotica y en ella
guardó, bajo un sistema de
apertura sofisticado, los
licores y el alcohol a
granel; se le había acabado
el chollo a quienquiera que
se atreviese a robarle
delante de sus narices.
Para su sorpresa, al entrar la
mañana siguiente en la
farmacia aún desierta, se topó
con los rateros metidos en
faena.
Antes de llegar al mostrador
descubrió el fulgor
amarillento proyectándose
desde el quicio de la puerta
del laboratorio. Hizo acopio
de osadía y, dispuesto a acabar de
una vez por todas con el problema,
alargó la mano para armarse con la barra de
hierro ganchuda con la que elevaban la
persiana. Avanzó, despacio. Al aproximarse,
pudo escuchar el sonido de unas leves pisadas
en el interior. Un segundo antes de meter la
llave en la cerradura, se hizo la oscuridad total
por entre las rendijas. El temblequeo
incontrolable que le recorría de los tirantes para
abajo hacía ondear la pernera del pantalón.
Costó acertar con la llave, luego una suave
presión a la hoja de la puerta, la suficiente para
asomar la cabeza mientras mantenía prieto en el
puño cerrado el gancho de la persiana. Cuando
su cuello estirado llegó a la altura del umbral,
alguien le sujetó firme por las solapas y, antes
de permitirle reaccionar, le arreó una bofetada
certera, seca, brutal. Trastabillando, don Atilano
consiguió apoyarse en una estantería y evitar
caer de espaldas.
Al penetrar en el laboratorio, aturdido pero
rabioso, lo encontró todo en orden, como lo
había dejado la tarde anterior. Sus ojos
quedaron paralizados en el cuadro del
bisabuelo, el único objeto que llamaba la
atención: torcido y columpiándose levemente.
Observó algo raro. Hubiera jurado por todos los
muertos de la familia que el pintor lo había
retratado apoyando en su famosa obra científica
la mano derecha. Ahora, en cambio, el
conspicuo boticario le miraba con la mano
izquierda sobre el lomo
del libro, mientras que la
derecha, abierta por completo,
reposaba sobre el faldón de
la bata, como
descansando. También era
palmario que la
sempiterna bondad de su
mirada había virado hacia una
dureza gélida que se añadía al
gesto reprobatorio, al ceño
fruncido, al enfado en la
curvatura de los labios.
A don Atilano le quedó por un
largo tiempo, y pese a las
pomadas, la huella carmesí de
una mano con cinco dedos
largos marcada en la mejilla;
mejilla que desde entonces le
escuece, sin una razón
orgánica, cada vez que se fija
en el retrato del bisabuelo
Rocamora.
P
de Rebotica
LIEGOS
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