Revista Farmacéuticos - Nº 115 - Octubre-Diciembre 2014 - page 22

—Tranquilízate, Ati. Y dices que tú..., ¿tomas
licores allí? —relajado, el veterano policía
contuvo un gesto de incredulidad socarrona por
debajo del mostacho.
—Con moderación, sí... Las guardias son muy
largas. Un culín de coñac o de orujo con el
café, alguna dosis de jerez como bajativo de la
cena, el anís con agua para los gases...
Los guardo en un armario.
—Ya, ya. Entiendo. Y, otra cosa,
continuó, ¿qué hay de tu personal?
¿Confías en ellos? Porque, según
cuentas, ni rastro de violencia en los
accesos, no te falta nada —ahora
paseaba por el despacho dándole
vueltas entre los dedos a un bolígrafo
con propaganda de una
empresa de pompas
fúnebres—.
Sorprendente, ¿no te
parece?
—Bueno, faltar, faltar…,
me falta fruta de la
nevera. Y licores. Han
roto algún albarelo.
—Me parece, Ati, que
no estás al día, que pasas
demasiado tiempo encerrado entre tus
potingues. Escucha las noticias y entérate de las
calamidades que suceden por el mundo.
— ¿Entonces? ¿Qué hacemos, Eugenio?
—Mira, tengo la comisaría hasta el techo con
asuntos de fuste: asesinatos, drogas, tráficos
ilegales, reyertas entre auténticos salvajes.
Entenderás que, por muy amigos que seamos,
no puedo mandar a mis muchachos para que
investiguen un revoltijo en el interior de una
farmacia, cuando no ha habido ni sangre, ni
grandes daños, y ni siquiera se han llevado algo
de cierto valor. Y, ¿sabes lo que pienso?
—Dímelo, por favor. Lo que sea.
—Pues que alguien que conoce tus horarios se
ha corrido una juerguecilla a tu costa. Se ha
bebido tu coñac, y, de paso, ha aprovechado el
alcohol del laboratorio para fabricarse
combinados de fruta y agarrar una buena curda.
La borrachera obnubila el entendimiento, como
sabes; lo de tirar cacharros y ensuciar el
escenario forma parte del sarao. Hazme caso,
empieza por revisar a tu gente y luego
hablamos.
Don Atilano salió de la
comisaría
hondamente
acongojado.
Circunspecto en sus
cavilaciones. Eugenio
tenía razón; debía
investigar primero dentro de
casa. Nada más regresar
a la farmacia sentó
enfrente a Bernardo,
su mancebo de
confianza. Le miró a los ojos
para intentar descubrir la insidia de una
mentira.
—Yo le juro a usted, don Atilano...
—No hace falta que me jures —le interrumpió,
severo—; cuéntame la verdad y seré
comprensivo. Sólo tú sabes dónde está
escondida la única copia de la llave del
laboratorio.
No había ninguna mentira que descubrir.
Bernardo aportó una coartada redonda. Que
había pasado el fin de semana en el pueblo con
la familia, que esta mañana salió de su
domicilio a las ocho cuarenta para abrir la
botica a las nueve en punto, que don Atilano no
tenía más que telefonear a casa de Bernardo y
que su mujer se lo confirmaría todo.
Trabajaban también en la farmacia dos
mancebos muy jóvenes, con mayor disposición,
supuso el boticario, para convertirse en
gamberros. Los interrogatorios tuvieron en
esencia el mismo resultado. Nulo. «Ante todo
prudencia, Ati», le había advertido el comisario,
«no acuses a un empleado sin pruebas sólidas.
Los sindicatos se te echarían encima.
Denuncias, el juzgado, te verías metido en un
buen follón...». Don Atilano tuvo que zamparse
ración doble de ansiolíticos; no estaba
habituado a semejantes contingencias.
La placidez de los objetos en el entorno de su
laboratorio, ya reordenado con pulcritud, le
devolvió en parte el sosiego; los quehaceres
cotidianos interpusieron en su mente una sólida
P
de Rebotica
LIEGOS
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