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na simple lágrima se deslizó por su
mejilla cuando terminó de leer la
cuartilla amarillenta pero
perfectamente conservada tras más
de 47 años. Al fin y al cabo, ese
trozo de papel confirmaba que su memoria nunca
le había fallado, aunque ese mínimo detalle, lejos
de aliviar el peso que arrastraba, traducía una
sensación abrumadora de paso inexorable del
tiempo.
Era fácil, pero no
placentero, rescatar de
los malos recuerdos
infantiles la cara
inconfundible de
Carlota, aquella
auténtica ‘Maligna’ que
fuera su profesora de
gimnasia durante el
bachiller. María recordaba
con cristalina claridad su
pelo corto, lacio y mal
cuidado, y sus facciones,
duras e incorruptibles,
que dejaban entrever
una intransigencia rayana en la tiranía. Tras la
primera experiencia, para cualquier alumna del
Sagrado Corazón era una mala noticia saber que
ese año la máscara avinagrada fuera a formar
parte de los profesores del curso.
Poco podía sospechar aquella niña, que con 13
años empezaba 5º de bachiller, que en aquel
curso 71-72 iban a ocurrir cosas que estrenarían
su capacidad para luchar contra las injusticias. Sin
haberlo sospechado iba a enfrentarse sola contra
fuerzas poderosas que pretendían manipular su
vida y ajustarla a los antojos de adultos. La
sociedad no estaba preparada en aquellos años,
ahogados todavía de Sección Femenina y
discriminaciones abiertas por razón de sexo, para
admitir pequeñas aventuras de progreso en
ningún campo donde la mujer quisiera entrar, y
mucho menos en el deporte.
La influencia del Concilio Vaticano II se revelaba
con detalles tangibles en algunas dinámicas de
funcionamiento del colegio. Atrás quedaban ya la
misa y el rosario a diario, la parada para el
Ángelus y la circulación de las alumnas por los
corredores en dos filas, en silencio y a merced de
las “señales”, dos carcasas articuladas de madera
que las monjas hacían chocar para ordenar los
movimientos de las alumnas. En apenas dos años
y a distintos niveles, una pequeña revolución
movía hilos invisibles entre las paredes del
colegio. El primer síntoma de renovación fue el
abandono del hábito. Recordaba perfectamente a
muchas religiosas con trajes seglares, el crucifijo
plateado oscilando rítmicamente sobre el pecho y
la suela de goma de los zapatos, un mínimo truco
que les permitía una omnipresencia que las
alumnas odiaban. Pero, en la práctica, y en un
espacio de tiempo tan corto, los cambios de
auténtico calado parecían mínimos. Aquel 5º
Curso seguía al cargo de la misma religiosa
cuarentona de los años anteriores, mandona y
manipuladora; los mismos perros con distintos
collares.
La Educación Física formaba parte de las
asignaturas obligatorias. Del uniforme
diferenciador de aquellas clases formaban parte
los pololos, una camisa blanca y, creía recordar
María, unas zapatillas de loneta también blanca
cuya suela era apenas una fina lámina de goma
blanda. Además del baloncesto, amparado
institucionalmente, otros juegos “oficiosos”
formaban parte imprescindible de los recreos. El
más arriesgado sin duda era el temido “látigo”,
una fila de alumnas enlazadas por las manos y
deslizándose sobre aquellos patines de ruedas
metálicas a dos lados, girando alrededor de la
cabecera cada vez más deprisa. María sobrevivió
como pudo a las fuerzas tangenciales que la
habían empotrado dos veces contra la valla el día
de su bautismo iniciático, lo que la llevó a
compaginar este desafío impredecible con el
balón prisionero.
Reconocidas por sus profesoras sus aptitudes
deportivas, María formaba parte del equipo de
14
Pliegos de Rebotica
2020
Mª Ángeles Jiménez
De eso
nada