Revista Pliegos de Rebotica - Nº 140 - Enero-Marzo 2020 - page 13

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Pliegos de Rebotica
2020
cuando te cabalgo yo. Me has convertido en
amazona, ¡a mí, que me mareo en los caballitos
de la feria!, jajaja…» Risa vigorosa y cantarina
con mucho
swing
gestual, los ojos entrecerrados
y la boca ancha por la que asomaban dos filas de
dientes blancos e iguales, como teclas de
pianola. «Eres un salvaje muy, muy tierno».Y se
relamía. «¡Te adoro y te adoro…, una y mil
veces te adoro!»
Excepto por la voz de la chica, en el vagón se
había impuesto un silencio de cripta. Aquella
cháchara convertía en juego de inocentes
párvulas cualquier telenovela de sobremesa ideal
para sestear. Infinitamente más distraído.
Enganchaba, por qué negarlo.
El empacho azucarado continuó atravesando
océanos ardientes hasta que, sin esperárnoslo,
nuestra centaura se puso rígida. «¡Ese que llamas
cretino es un buen compañero! ¡Sólo un buen
compañero! ¿Estamos?». La del moño abrió un
par de ojos como huevos y el resto, además, las
orejas. Enrojecida y jadeante, la chica cortó la
llamada y reabrió bruscamente el ordenador
portátil. Pero ya no era la misma. Mirada líquida,
mentón trémulo.
A la altura de Cuenca cogió con desgana el
móvil. Silenciamos los nuestros, tiempo muerto
para el Facebook y el Twitter, la película sin
espectadores, fuera auriculares, Le Carré al
fondo del Kelly. Charla de unos treinta
kilómetros. Ceño fruncido, reproches, palabras
duras. La cosa se ponía difícil. «¡Esto me pasa
por buena, por contártelo todo!». Al colgar se
derrumbó. Lágrimas en torrentera. La vecina se
giró compasiva, como para ofrecerle el pañuelo
Loewe y, de intimar, aconsejarle que mandara a
pastar al novio. Me miró desafiante, iris como
puñales, y yo sospeché que, sin conocer más
datos de mí,
acababa de
meterme en el
mismo saco que al
potro y el gremio
masculino entero.
Algo que, para ser
sincero, creo que
no merezco.
Un buen rato para
cuchicheos entre la
audiencia. Opinión
mayoritaria de que
el tipo del
teléfono, de puro
celoso, era un
redomado
gilipollas.
“Queen” de nuevo por el altavoz. La última
oportunidad, pensamos los oyentes en el corro.
Ella dudó antes de contestar. Los del bar
corrieron a sus asientos. La señora me volvió a
mirar desdeñosa, como preguntándome qué más
se nos puede ocurrir a los hombres para hacer
sufrir a las mujeres. Cara a la ventanilla la joven
hablaba primero contenida mientras se enjugaba
la nariz con la manga de la camisa. Fue
creciéndose ante un interlocutor que, a lo visto,
no debía tener ni medio asalto. Gesticuló,
colérica. «¡Pero, cómo he de decirte que a mí
ese tío para nada me interesa! ¡Nos
encontraremos mañana en la maldita reunión y
punto!». Lo que imaginábamos, un petimetre
obsesivo. Sonaron por allí cerca otros móviles
que quedaron sin contestar. Tensión máxima.
Nadie comía, ni hablaba, ni leía. Ni respiraba.
Con Madrid en el horizonte por fin la situación
mejoró a oídos vista. El amor se abría camino como
un febril Pegaso desbocado. «Claro que te perdono,
bobo, pero me duele montonazo que dudes de mí».
Su vecina dibujó una mueca de disgusto, ella no
habría indultado tan rápido al cuatro patas. La chica
susurró, coqueta. «Tú sabes que sí».Y rubricó.
«Besazo. De los míos, ya sabes, como cuando te
desmonto. Enloquezco si pienso en el sábado
próximo». Desde el fondo surgió un conato de
aplauso. Gestos de satisfacción. La dama de hierro
me dedicó un reojo frío, con el orgullo de esa raza
de hembras que prefieren morir con los tacones
puestos antes que claudicar.
Llegados al destino la joven se irguió como una
pértiga. No supe callarme cuando pasó por mi
lado. «Recuerdos al potro». Ni me miró, la muy
antipática.
Quiero finalizar esta historia real descargando
mi conciencia. Le comunico al potro, allá donde
esté, que su chica se la está
pegando con un mocetón
rubiales que la esperaba el martes
pasado, diez de
septiembre, en la
estación de
Atocha. Por lo que
vi y escuché en el
apeadero y las
escaleras
mecánicas, esos
dos tenían de
«solo buenos
compañeros» lo
que yo de rey
Baltasar.
No hay de qué.
n
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