Revista Pliegos de Rebotica - Nº 140 - Enero-Marzo 2020 - page 8

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acía horas que había cesado la
lluvia, fluida y musical. En el
parque, el sol ya ganduleaba la
primavera con irisaciones de otro
mundo. Sentado en un banco, con el
placer del calor y del reposo, miraba
fascinado a un niño que jugaba montado
en su caballito de madera. ¡Era idéntico
al que yo tuve! El lento mecer del niño
adormecía mis sentidos y despertaba los
recuerdos, como la magdalena de Proust.
Cuando el joven Marcel llevó a sus labios una
cucharada de té que le había ofrecido su madre, y
en la que había dejado ablandarse un trozo de
magdalena, se estremeció, “
atento a algo
extraordinario que ocurría dentro de mí
”. Le invadió
un placer delicioso, una alegría que le llevó a
buscar y a crear, a rememorar el pasado antiguo, el
inmenso edificio del recuerdo.A partir del
reconocimiento del sabor del pedazo de magdalena
mojado en tila que antaño le daba su tía Leoncia,
adquirió forma y solidez toda su existencia.
Yo había comenzado el gran renunciamiento de la
vejez, que se prepara para la muerte
envolviéndome en una crisálida, en mí mismo.
Cuando la vida carece de estas horas
excepcionales en que sentimos sed de algo
diferente, algo nuevo, solo queda la resignación, el
pastorear nuestro rebaño de penas.
Como la Parca ya arañaba mis entrañas con su
guadaña, intentaba ocultar la realidad con una gran
imaginación.Al igual que le pasó a César Vallejo, se
estaba secando a pausas mi amargura, aunque el
poeta lo extendió en plural a su amada: “
y en una
sepultura los dos dormiremos
”. Probablemente yo no
tendría esta suerte sino que repetiría la de Virginia
Woolf: “
pasa el tiempo y perecemos, todos, cada uno
en su soledad
”.
Olvidados los desastres inofensivos de la vida, que
pesan como escamas en los ojos, quedaba la alegría
del recuerdo, imágenes dibujadas en mi imaginación
antes de desaparecer. Me gustaba envolverme en
una oscuridad suave, sosegadora, a la misma
profundidad en que ardía mi pasado multiforme,
entrecortado como la parda
agitación de las olas en un
mar embravecido.
Reconocía el ensueño
recurrente, acariciado
largo tiempo y
nunca
realizado. La
íntima
delectación, el
placer imaginario,
transformaba mi sequedad en una aterciopelada luz
intermedia. Ensamblando episodios, suprimiendo
intervalos, moldeando los retazos de mi recuerdo,
libres, táctiles, flexibles, parecía que hacía realidad la
fantasía, que cobraba vigor antes de desaparecer.
Dejando atrás, invalidando, mi vida estéril y
caducada, iniciaba de nuevo el alivio del
sufrimiento, haciendo real el encanto de lo
inventado. El ensueño abolía el tiempo, las
distancias, las edades, mezclando los lugares
conocidos con los nuevos imaginados. Evocaba la
dulzura próxima del regreso a la realidad
reinventada, aunque su
esfumato
se hundía y
desaparecía. Claro, necesitaba traspasar el umbral
del tiempo para sustraerme de la nada que me
amenazaba.
El lento ritmo de la memoria me encaminaba hacia
una voluptuosidad ininteligible, deliciosa, hacia una
nueva belleza más sensible, más pura. Pero lo
reconstruido en las tinieblas del sueño se disipaba
con el torbellino del despertar sin poder distinguir
su contorno, de dimensiones variadas a la vez
concentradas pero con amplitud y estabilidad.
Esas evocaciones confusas eran el único faro en mi
noche. La atmósfera granulosa se transparentaba,
quería dar libertad a su luz. En las incertidumbres
de los largos ensueños alternaban los momentos
gozosos de amor con la incomprensible e insolente
indiferencia de familiares y amigos.
En ocasiones reconstruía en mi cabeza el aliento
de civilizaciones perdidas. Paseaba por la mítica
Pompeya en una sensual tarde de verano, vigilado
por el volcán que todavía no había lanzado su
Pedro Frontera
Por el camino
de Proust
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