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Pliegos de Rebotica
2020
R
R
ecostada en
el asiento
tecleaba en
su portátil
Mac, absorta
en la pantalla. De tanto
en tanto desviaba la
mirada hacia arriba para
tal vez, me decía yo,
cavilar la solución a
algún rompecabezas
financiero o jurídico que
a lo peor le impedía
seguir. O quizá también, podía ser, para
simplemente curiosear en algún espacio cósmico
alojado en el techo del vagón y visible solo para
ella.Apenas quince minutos después de dejar
Valencia, cruzó de sopetón la atmósfera el himno
We are de champions
brotando de su bolsón
«Cabe de todo», del que rescató presta el móvil.
Exploró la pantalla. Sonrió, dejó el Mac y se ovilló
contra el respaldo en posición fetal, tal como una
lactante feliz. Era indudable que le había
encantado recibir esa llamada. La respuesta a su
interlocutor vino envuelta en una especie de
ronroneo sensual, como de gatita malcriada.
En un grupo de cuatro plazas del AVE
enfrentadas dos a dos, me había tocado viajar
frente a una joven desconocida para mí. Maneras
de colegio británico selecto, con estancias
regulares en Irlanda, estudios superiores y
másteres entre la Sorbona y Estados Unidos,
fluidez en tres o cuatro idiomas, incluido alguno
inútil. A su para mí aún
tierna edad era el
ejemplo claro de las
modernas hornadas de
ejecutivos. Una gallinita
generación mil
novecientos noventa y
pocos con traje de
chaqueta impecable y
sobrio, en su caso
evidenciando
volúmenes internos no
tan sobrios. Joyas las
mínimas,
complementos
distinguidos, de
calidad, el último
de los cuales eran
unos ojos tirando
a verde limón,
como los de la
copla. A su
derecha viajaba
otra pasajera
también sola, esta
con ojos de un
pardo callejero
pero con pañuelo Loewe estampado en colores
papagayo a juego con el bolso Kelly y una piel
con bronceado coñac, imposible de conseguir
alejada más de mil kilómetros del Caribe,
cabello recogido en un moño alto y ademanes
bien medidos, de duquesa para arriba. En cuanto
se instaló y tras dirigirnos una mirada rápida y
competente, extrajo del bolso una novela de Le
Carré y nos olvidó al resto de pasaje y al
mundo en general.
La respuesta de la chica al teléfono contuvo un
repertorio de la más empalagosa confitería
pasional. Sus palabras, la discreción por montera,
recorrían el vagón de punta a punta, pero era
obvio que esto a ella le importaba un pito. Entre
otras pasteladas nos enteramos de que su vida
había dado un vuelco sideral desde que conoció
a su potro, uno que la noche anterior la condujo
a trotar por el paraíso durante unas horas que,
subrayó emocionada, al recordarlas le ponía la
piel de gallina.
«Cuando me
cabalgas me
vuelves loca,
brutote, eres
un potro
salvaje... ¿Que
yo más? ¡Qué
va, qué va… ni
de coña! ¡Tú,
bicho, tú sí que
lo eres! Y,
¿sabes? aún
enloquezco más
Rafael Borrás
Potros salvajes