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i nombre es Ahmed,
pero eso no es
demasiado
importante.Yo no soy
el protagonista de
esta historia, aunque nadie se
atreverá a negar que estuve allí las
dos veces, que fui un privilegiado y
que no cambio mi suerte por
tesoros más o menos inciertos y
probablemente incalculables.
Ya sé que ella, Sherezade, con sus
verdes ojos caudalosos y
encendidos, con su cimbrerante
talle y torneadas piernas morenas
blanqueadas con polvos perfumados y finos
maquillajes es
quien
ha pasado a la historia de la
literatura y de la magia; que fue ella, y solo ella, con
su encanto y su ternura, con sus depurados labios y
sus embaucadores relatos
quien
logró cambiar al
poderoso sultán de Sassan,
en las islas de la India y
de la China
, y también a su hermano, gobernador en
Samarcanda
. Que fue ella, y solo ella, quién salvó de
ser degolladas a centenares de mujeres y quién tras
sus velos y abalorios dejó también asegurada la
sucesión en los dominios de un rey que, desde un
principio, solo aspiraba a vengarse de su primera
esposa en cada una de las féminas que cada noche
le iban proporcionando los placeres más sublimes.
Soy un fiel servidor de la casa del rey Schahriar; de
joven, ya lo fui de su padre, un hombre prudente y
sabio que supo educar a sus hijos en la fe de Alah y
Mahoma, su profeta. He sabido ver, oir y callar en los
más recónditos rincones de los mejores salones del
reino y trabajé durante los nefastos tres años que
precedieron a la llegada de Sherezade a las estancias
del rey, cuando un amanecer tras otro se cercenaba el
precioso cuello de la doncella que pocos minutos
antes habia dejado de serlo en la
rencorosa virilidad de Schahriar.
Vi sufrir al visir cuando no
encontraba jóvenes vírgenes en todo
el territorio para complacer
al rey y fui testigo callado y
presencial de la que él pensó que
sería su última conversación con
la mayor de sus hijas. La víspera
dramática de
las mil noches y una
noche
que se sucederían después,
y que son bien conocidas, yo
pude estar con Sherezade, su
hermana Doniazada, y su
desgarrado padre. Las
perspectivas no podían ser más
luctuosas y, sin embargo,
Sherezade mostraba una
determinación y un
convencimiento inesperados.
Son bien conocidas las palabras con las que la joven
obligó a su progenitor para que la dejara intentar el
milagro:
Por Alah. Padre, cásame con el rey, porque si no
me mata, seré la causa del rescate de las hijas de los
musulmanes y podré salvarlas de entre las manos del rey.
El visir no lo veía claro, las niñas de sus ojos –casi
literalmente–, su verdadera razón para vivir, iban a
ser poseidas, mancilladas y finalmente sacrificadas
por un amo al que debía obediencia absoluta. Ni
siquiera había valorado la posibilidad de huir con
sus dos joyas más preciadas porqué Alah es grande
y todo lo puede, pero su dolor le atravesaba y le
cortaba cualquier resquicio de vitalidad.
Cuando Sherezade vio a su padre alejarse por uno
de aquellos abigarrados pasillos lleno de flores y
exoticos aromas, me reclamó un instante. Mi
sorpresa fue mayúscula pero acudí sin demorar un
segundo. ¿Qué podía querer de mí esta nacarada
perla, unas horas antes de su agonía? ¿Algún
encargo para su atribulado padre? ¿Algún plan
imposible para salvar a su
hermana de un rey tan cruel?
Mi mente tenía capacidad para
un único pensamiento: a
aquella mujer tan hermosa le
quedaba apenas una brizna de
existencia y emanaba una
calma indescriptible.
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José Vélez García-Nieto
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Pliegos de Rebotica
´2018
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SOLES DE MEDIANOCHE
Sherazada, por Sophie Gengembre
Anderson, siglo XIX.
Dos noches con
Sherezade