 
          C
        
        
          C
        
        
          uando se asomó a la playa no pudo
        
        
          evitar un gesto de contrariedad. Las
        
        
          gaviotas estaban ocupando la parte
        
        
          de arena que cada día escogía para
        
        
          sí misma, ese pequeño y bien
        
        
          medido espacio que tanto le gustaba. Pero, a
        
        
          pesar de todo, a pesar del evidente desequilibrio
        
        
          numérico en su contra, se dispuso a
        
        
          contrariarlas, a reclamar con gesto de autoridad
        
        
          su discreto y aireado cubículo matinal, y avanzó
        
        
          impertérrita.
        
        
          Ya se irán, no creo que sean tan tontas de
        
        
          desafiarme, se dijo a sí misma sin interrumpir el
        
        
          rítmico ir de sus pasos. Tampoco hoy estaba
        
        
          dispuesta a cambiar nada en su rutina. La
        
        
          personal filigrana que cada pequeño avance
        
        
          dibujaba en la arena de esa playa del este
        
        
          malagueño era idéntica cada mañana. Los
        
        
          pequeños montículos que ayudaban a construir
        
        
          sus zapatillas de correr, al incrustarse entre los
        
        
          millones de diminutos granos de sílice gris,
        
        
          quedaban a su espalda cuidadosamente
        
        
          distanciados y primorosamente esculpidos, como
        
        
          dispuestos a expandir un mensaje temporal de
        
        
          firme voluntad.
        
        
          Sin embargo, a poco de
        
        
          avanzar descubrió con
        
        
          desolación, por supuesto
        
        
          no demostrada, que hoy
        
        
          había cometido un
        
        
          estrepitoso fallo de cálculo.
        
        
          La cofradía de aves que
        
        
          acogió con huidizo
        
        
          disimulo su presencia no
        
        
          hizo sino flexibilizar su
        
        
          posición, dejarse horadar
        
        
          un insignificante hueco en
        
        
          el conjunto y cerrarse de
        
        
          nuevo a su espalda. Un
        
        
          gesto de cabezonería que
        
        
          parecía devolver el poder a
        
        
          su justo amo. Era una
        
        
          enorme verdad que ella,
        
        
          María, y no otra, hoy como
        
        
          todos los días anteriores,
        
        
          era una intrusa en sus
        
        
          dominios. Haced lo que os
        
        
          plazca, pensó, ya me
        
        
          arreglaré.Y dio la batalla por perdida avanzando
        
        
          50 metros más hasta ubicarse a salvo de
        
        
          contratiempos avícolas en otro punto menos
        
        
          concurrido en la larguísima playa.
        
        
          Como tantas mañanas dejó que su miraba vagase
        
        
          alrededor sin tener un horizonte preciso como
        
        
          objetivo. En kilómetros a la redonda, apenas unos
        
        
          pocos madrugadores compartían con ella el
        
        
          inmenso y diáfano espacio que había aprendido a
        
        
          sentir acogedor. La constancia de hacerlo cada
        
        
          día desde que comenzara septiembre había
        
        
          convertido en costumbre un hecho hasta
        
        
          entonces para ella fuera de lo común. Aparcar el
        
        
          coche a poco más de un centenar de metros de
        
        
          la arena, recoger del maletero la mochila, la toalla
        
        
          y la silla, y emprender con paso firme el camino
        
        
          que la llevaba a la línea de playa había terminado
        
        
          por convertirse en un rito que esperaba con
        
        
          ilusión y que sabía la entregaba a devenires
        
        
          sorprendentes.
        
        
          Y es que no era precisamente monotonía la
        
        
          palabra con la que hubiera descrito esas casi dos
        
        
          horas con las que se reiniciaba diariamente. No
        
        
          lo era por más que el saludo a la avispada
        
        
          vigilante del espacio
        
        
          terroso y polvoriento que
        
        
          hacía de parking, y al que
        
        
          nunca accedía, se
        
        
          acomodara siempre al
        
        
          mismo tono neutro de voz
        
        
          y al mismísimo cruce
        
        
          insustancial de miradas.
        
        
          –Buenos días.
        
        
          –Buenas… - repetía con
        
        
          exactitud diaria la vigilante.
        
        
          Comprobar que no había
        
        
          dos amaneceres que poder
        
        
          describir como iguales, y
        
        
          que los matices cambiaban
        
        
          y se mostraban a su
        
        
          aparente antojo, era un
        
        
          ejercicio de constatación
        
        
          expectante al que sucumbía
        
        
          con la voluntad de añadir
        
        
          un nuevo misterio al
        
        
          Mª Ángeles Jiménez
        
        
          Septiembre
        
        
          sesión matinal
        
        
          8
        
        
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          Pliegos de Rebotica
        
        
          ´2017
        
        
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