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          unca he tenido demasiado claro si cuando salimos de nuestro entorno, de nuestra
        
        
          casa y nuestros amigos lo hacemos por huir o  por ir al encuentro de algo o de
        
        
          alguien. Quizá es por todo a la vez. O por nada. Por costumbre o ganas de
        
        
          desencontrar lo cotidiano. Por conocer o por olvidar. En esta ocasión yo lo he
        
        
          hecho por conocer algo que llevaba mucho tiempo deseando: el Monasterio de
        
        
          Piedra. Fui con un cierto recelo, lo reconozco, porque lo que se desea largamente con
        
        
          frecuencia desencanta al conocerlo. Pero no fue así. Prodigio tras prodigio, la ruta fue
        
        
          magnífica. Pequeños puentes, glorietas casi infantes,
        
        
          entre los árboles caminos misteriosos, grutas,
        
        
          cascadas innumerables, bandadas inesperadas de
        
        
          palomas torcaces, feroces  rocas, y a la vuelta de un
        
        
          recodo el prodigo de la Cola del Caballo.
        
        
          Era el río entero despeñándose, chocando contra las
        
        
          rocas casi furioso, rugiendo salvaje entre espumas al
        
        
          llegar al fondo. Estatua de agua que se suicida
        
        
          grandiosa, locamente. Desesperadamente. Quizá fue
        
        
          así como saltó Safo desde la roca Léucade con su
        
        
          manto blanquísimo sonando por la fuerza del viento
        
        
          a su paso; sonando como sonó su lira que había
        
        
          conmovido el corazón de la Grecia antigua.Y
        
        
          recordé también al verlo, aquello de que  "una bella
        
        
          forma de morir honra toda una vida"
        
        
          Estatua vertical de estruendo y agua. Espuma que
        
        
          asciende como arrepentida de su impulso. Clamor
        
        
          que inunda tanto como el agua. El agua. Siempre el
        
        
          agua. El río Piedra, tan humilde, se multiplica, cae una
        
        
          y otra vez de todas las formas en que es posible.
        
        
          Cascadas pequeñas y sumisas; recodos melancólicos,
        
        
          escondites entre la maleza, hebras plateadas , gotas,
        
        
          balsas de agua serenada, abanico delicado o bronco
        
        
          que se precipita y desborda una y otra vez.
        
        
          ¿Dónde está la cuenca de aquel río? ¿Cómo aquellas
        
        
          cascadas no se unen e inundan todo el valle? ¿Y qué
        
        
          fue de aquella ley física que afirma que el líquido
        
        
          toma la forma del vaso que lo contiene? Porque aquí
        
        
          el río partido en mil hebras, huyendo destrenzado
        
        
          como en un sálvese quien pueda, que parece no
        
        
          seguir más que su capricho, obedece a una mano
        
        
          sabia y magistral. Es la síntesis perfecta del hombre y
        
        
          la naturaleza que se agranda y perfecciona como una
        
        
          obra de arte ante su artífice.Trabajo colosal y difícil
        
        
          de Federico Muntadas que pule, embellece y agranda
        
        
          un aprendiz de río -como se dice de  nuestro
        
        
          Manzanares- hasta hacer de él una obra grandiosa.
        
        
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          Margarita Arroyo
        
        
          Pliegos de Rebotica
        
        
          ´2017
        
        
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          CARTA DE LA DIRECTORA
        
        
          Verano:
        
        
          ¿Huida o encuentro?