Revista Farmacéuticos - Nº 128 - Enero-Marzo 2017 - page 11

reconocía habitando su casa. Necesitaba captar la
extrema sinceridad que rodeaba aquel momento
mágico que nunca antes había imaginado.Y así,
con la lentitud de quien se mueve hacia la
eternidad, fue dejando que su cuerpo se escapara
de su mente, consumiendo la última energía de
sus células entre la emoción de los sentidos.
La alarma provino de Virginia, la persona que
desde hacía años velaba infatigablemente por el
acomodo diario de la abuela. La quietud hierática
de aquel cuerpo que tan poco abultaba distaba
mucho de ser habitual en la anciana. Convencida
de que su hora había pasado, procedió a poner
en marcha la lista de deberes prescritos para esa
malhadada circunstancia. La distribución del tan
poco agradable aviso había sido pormenorizada
con precisión suiza: sus dos hijos eran la
prioridad, y, a continuación y por ese orden, su
círculo de amigos, el abogado y el boticario,
quien por afinidad corporativa, también se había
ganado el privilegio.
La formidable capacidad preventiva de la abuela
no había dejado nada al azar. Desde el lugar
deseado de reposo en aquellas últimas horas
todavía cerca de los vivos, hasta la elección de
tres docenas de blanquísimas calas como únicas
compañeras en el último festejo al que
definitivamente asistiría, todo estaba
escrupulosamente pormenorizado en el
documento que su abogado había confiado,
como un elemento más de la herencia, al
notario.
El consejo familiar que ella había nombrado, y
que aun había ratificado ese mismo año, se hizo
cargo de poner en marcha cada uno de los
pasos. La red de supuestos perfectamente
especificados por la anciana no permitía
distracciones en la cadena de deberes, salvo que
algún díscolo eslabón estuviera dispuesto a
dejar que se esfumara la parte que le
correspondía de la herencia.
Confianza en el ser humano
María Victoria la había tenido
bien suplida, pero siempre
era menor que su
desconfianza en la
capacidad de compromiso
de algunos y la ceguera
que entrampaba la avaricia de
otros.
El responsable asignado en la
funeraria a su caso sabía por
experiencia que los pormenores de ese
entierro se iban a resolver con mayor
facilidad sin la vigilancia de esa mujer
puntillosa, a quien esta vez, bien en contra de su
voluntad, le tocaba ser la principal protagonista.
La vestimenta, el maquillaje, el peinado, la
posición de las manos, los materiales y hasta la
calidad de la seda que la iba a acompañar, todos
y cada uno de los detalles habían recibido la
consideración y la aprobación previa de aquella
abuela detallista como pocas.
Sin embargo, había un pequeño pero no menor
detalle que iba a requerir medidas extremas de
diligencia para ser resuelto. El tipo de ataúd
solicitado para descansar eternamente era una
versión muy al margen de lo habitual y los
ebanistas no tenían otra opción que cumplir con
la tarea. Mientras tanto, sería ubicada en una caja
provisional de material reciclable porque así
estaba expresamente indicado en la cláusula 15
del contrato.
Y, claro, el ataúd llegó a tiempo. Las ceremonias
del entierro transcurrieron acompañadas por el
silencio y los semblantes serios de unos cuantos
amigos que vieron esconderse en la tierra el
recuerdo de esa mujer de voluntad
extraordinaria. Si los miembros del consejo de
familia llegaron percibir algún gesto de asombro
entre los asistentes ni un solo detalle lo reveló.
Fue la inocente candidez de la hija del boticario
la que hizo llegar discretamente el motivo de la
inquietud silenciosa, pero generalizada, al oído de
la heredera mayor:
-¿Por qué era tan alta la caja?
Tras unos segundos de cavilación y un gesto de
autoafirmación que a nadie pasó desapercibido,
se hizo notar alta y clara la voz de Teresa, la
primogénita de la abuela.
-Por si alguno más está tentado a
preguntarlo, voy a aclararlo
ahora mismo. Uno de los deseos
de mi madre, y el que más
encarecidamente nos pidió que
cumpliéramos, era incluir
en su ataúd los nueve
archivadores con los
documentos completos
de su curriculum y
todas las copias que
existieran en CD. Ella estaba
bien segura de que los muchos
sudores que le había costado
cada una de las páginas ayudaría a
fertilizar la tierra que iba a soportarla
para siempre.Y los deseos de mi madre
era imposible ignorarlos, ya la conocíais…
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