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Pliegos de Rebotica
2017
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Rafael Borrás
H
—He tenido un sueño chino.
—¿Cómo sabes que era chino?
—Porque me he pasado media noche discutiendo
en chino con un comerciante de Pekín.Yo quería
comprarle el tresillo que teníamos en mente desde
este verano, él me pedía un precio abusivo.Tal vez
porque con mi pobre nivel del idioma se notaba que
yo no era de por allí. Me huelo que pretendía
engañarme.
—La culpa la tiene el salchichón de la cena, Remigio,
demasiado picante.Además, no das el tipo,
cualquiera que te vea nota enseguida que no tienes
un pelo de chino.
Remigio no había pisado China en su vida, claro,
pero esa noche, en su vuelo onírico, anduvo
brujuleando por las tiendas de muebles de un barrio
comercial hasta dar con el tresillo de estampados
azulones que sabía del gusto de su esposa.Antes de
ese miró sin éxito en media docena de
establecimientos, tras identificarlos en un mapa de la
urbe y localizarlos con la ayuda de
algunos transeúntes.A trancas y
barrancas, más con gestos que otra
cosa.
—Voy a matricularme de chino
mandarín —le soltó a su mujer a
quemarropa—, así no tendré
dificultades cuando regrese allí en
sueños.Además, es el idioma del
futuro.
—¿Futuro has dicho, Remigio? Tienes
sesenta y nueve años.
—El saber no ocupa lugar.
—Esa es una frase sobada y muy
vieja, de los tiempos de Maricastaña.
—Me da igual. Iré a la escuela otra vez.
De entre todas las salidas de tiesto
pasadas, presentes —y casi seguro
también que futuras— de su marido,
Pilar pensó que aquella merecía una
medalla de honor. Pero, al fin y al cabo,
era consciente de que se había casado
con un hombre sin aficiones demasiado
consolidadas. Un hombre que, desde
que se jubiló, pasaba el día metido en
casa bajo un estado de pereza crónica.
Resolvía
sudokus
, visionaba películas del
año catapún en el ordenador, llenaba de
colillas los ceniceros y no paraba de enredar con
sus manías. Opositando a cascarrabias.Así que,
concluyó Pilar, benditos fueran la escuela de idiomas
y el chino mandarín.
Superado el primer semestre durante el que
Remigio acudió cada tarde a clase cargado de
carpetas, rotuladores y un
pendrive
con los deberes
de fonética, estaba en condiciones, si se diera la
ocasión, de pasear con soltura por Pekín y adquirir
un mobiliario completo, regateando mueble a
mueble en un chino más que aceptable. Pero como
de siempre fue un perfeccionista, aspiró al grado
extra de sabiduría.
—Pilar, desde hoy y hasta conseguir mi título
oficial voy a hablarte en chino. Ni una palabra de
español. El profesor Fèi Lán defiende que para
perfeccionar la dicción no hay como la práctica
constante.
Aquello era otra prueba de que, en cuanto a
deterioro mental se refiere, a los hombres se les
nota mucho más que la edad no perdona.
Pese a lo cual en principio a Pilar
tampoco le importó ejercer como
receptora de sus parrafadas. Por
supuesto que colaboraría, en los
últimos meses sus cuentas de
facebook
y
twitter
echaban humo de
cinco a ocho de la tarde bajo la
tranquilidad monástica de la salita de
estar.
Pero una mañana, a mitad del
planchado de un mantel de hilo, la
mano se detuvo de repente al
quedársele cosido en la cabeza un
pensamiento tan enigmático como
turbador. ¿Y si hubiera en esa bobada de
estudiar chino una intención oculta,
reprobable?
Fue su amiga Loreto quien le
ayudó a poner las cosas en su sitio.
—Pues, mujer, ¿qué quieres que te diga?,
más vale que salga a aprender un idioma
medio esotérico que a intentar ligar en
los parques con panchitas de compañía.
Los hombres son unos viejos verdes
desde el parvulario.
—Siempre me haces ver lo que yo no sé
ver, Loreto. Porque, la verdad, cuando a
Sueños
chinos