Revista Farmacéuticos - Nº 128 - Enero-Marzo 2017 - page 10

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n los últimos días las cosas se habían
complicado aunque una eventual
mejoría en su capacidad cognitiva y su
movilidad había proporcionado un
mínimo sosiego a las personas más
cercanas. Los altibajos de los meses anteriores
parecían encuadrarse en el mismo esquema
cíclico de todos los años, en el que su capacidad
de lucha y de afrontamiento en medio de la
confusión, y hasta de la desesperanza, se había
ido transformando en legendaria.
Por fortuna, también esa vez el susto duró lo
mismo que los esquivos pétalos de una amapola
al recibir un impetuoso soplido infantil: apenas
nada. Es verdad que en cada despertar, la luz del
amanecer la encontraba añadiendo un achaque
más a su ya larga colección. Si
anteayer el foco provenía del
quejoso desplegar de las
articulaciones bajas, al día
siguiente era el penoso
desembrague de las altas lo que terminaba
por protagonizar una complicada maniobra
de pliegue y despliegue de brazos
y piernas que la abuela nunca
acababa de engrasar con
suficiente virtud. Aun así, siempre
lo conseguía. Cada día, la
ceremonia se componía de
un ritual homogéneo que
comenzaba con unos
minutos de quejas, un cuarto de
hora de intentos y unas horas,
muchas, de disfrute casi
íntegro y bienhumorado de
las recobradas funciones.
Y es que así era la
abuela.Y así habían
transcurrido sus 90 años de
vida. Entre pormenores
variados, dudas resueltas,
alianzas firmadas, cenagales
esquivados y guerras bien ganadas,
se había ido deslizando una vida al
margen de uniformes de cualquier tipo y
siempre alejada de corsés y caminos
trillados.
Bien es verdad que la
tenacidad de la abuela
era la bandera mal
digerida de una
parte importante
de la familia,
aquélla que se
relamía
pensando,
precisamente,
en la herencia
de ese ser que
los contemplaba como quien observa a las
hienas en mitad de Masai Mara. Bien es verdad
también que el respeto sumiso del resto del
personal provenía de la más que acentuada
costumbre de la abuela de valorar al peso la
esencia de los demás antes de conceder ni un
ápice siquiera de confianza.
Pero la hora menos deseada por la abuela le
había llegado tan inexorablemente como al resto
de los mortales. La madrugada rendía apenas
tributo a las sombras cuando el progresivo
entreabrir de los párpados de la abuela se había
mezclado con una desazón que le era muy poco
conocida. El repaso mental del ayer y del
trasiego constante de personas a su alrededor,
más el devaneo esperado de las próximas horas,
eran el punto de partida de cada señal de
reinicio. Pero esta vez un repentino desboque
del tic-tac del corazón había punteado con una
seria duda el minucioso escrutinio mental de las
circunstancias. No fue la fuga perpetua de pasado
a presente el punto de reunión consigo misma,
lo fue ese latir alocado, que reconoció como la
traducción del aviso definitivo de corte.
Está tomando la carrerilla final, pensó esta mujer
extraordinaria, como quien decide asumir y no
cuestionar que ese síntoma estaba ahí para ser,
simplemente, aceptado. Su cuerpo yacente se
dejó abrazar por el suave deslizar de las mismas
sábanas que la habían acompañado en las horas
anteriores sin que ella hubiera sido consciente
de su tacto, de su rotunda protección, y también
de su silencio. Acomodada a su gusto por fin,
volvió sus ojos hacia la luz que emanaba virtuosa
de aquel amplio ventanal en el que tan bien se
Mª Ángeles Jiménez
Ayer murió
la abuela
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