todos parecía detenerse y reconfirmar el
conjunto. El paso estaba ya muy cerca; la
distancia se medía apenas por un último
descanso de los portadores. Conocía la trama,
era capaz de seguirla y solaparse con ella. Por
eso sabía que disponía de tiempo para
separarse del visor y contemplar la escena en
su más amplia extensión, anticipando su devenir
con un intencionado equilibrio. Pero había poco
tiempo para meditar los mensajes, y menos si
descuidaba la limpieza de esa línea frontal tan
sibilinamente ganada. Había aprendido a no
dejar que nadie mantuviera la posición por
delante de ella más de unos segundos.
Necesitaba una visión libre de estorbos, y de su
intransigencia dependía convertir lo
inevitablemente efímero en imágenes con pleno
sentido.
El acercamiento cadencioso del primer
estandarte marcaba el ritmo de los
espectadores a su alrededor. Madres, padres,
abuelas, abuelos, tíos, tías, parejas varias,
hermanas, hermanos, amigas y amigos
revoloteaban dispuestos a sucumbir a la magia
innominada que comenzaba a surgir. Emergían
también las cámaras, y los distintos uniformes
diferenciaban salvajemente las escalas del valor
añadido de los fotógrafos. El poder fotográfico
real se adueñaba del espacio con sus cámaras
de precisión y los poderosos objetivos,
totalmente ajeno a la invasión constante y
mosquiplana de los insignificantes móviles. La
selección de lugares y perspectivas de los más
expertos alimentaba la intuición de la fotógrafa,
y para asegurarse del acierto, imaginaba cada
escena a través de la perspectiva de aquellos
que la dominaban por megas y milímetros,
aquellos a los que reconocía referentes en la
búsqueda de los elementos clave y los preciados
secretos. Aceptaba en
plenitud la bondad de este
aprendizaje vicario.
Los impresionantes
mayordomos moderaban
el ritmo de los cientos de
nazarenos con apenas un
gesto y un susurro. La
fotógrafa conocía bien el
ritual. El objetivo
despertaba ansioso y el
visor se transformaba en
el único anticipo posible
de cada minúscula escena: el discretísimo
reclamo de los niños alargando sus manos
diminutas en búsqueda de esas otras que,
protegidas por guantes de un blanco
inmaculado, las enlazaban con abierta ternura; o
la solicitud atónica de la cera rebosante de los
cirios, destinada a configurar bolas multicolores
y un premio explícito para los infantes.
Investigar a través del objetivo resultaba un
ejercicio de comunicación que, a pesar de todo,
sabía en un único sentido. A pesar de los
aparentes cruces de miradas, la suya se
mantenía escondida a salvo de intromisiones, y
era la cámara, el objeto inanimado que la
separaba del entorno, el nexo que la unía
profundamente a él, a sus instantes, a sus
contornos, a los ribeteados confines de túnicas
y encajes. El juego de enfoques abría un mundo
particular a su percepción de la escena y le
permitía ahondar en esos rincones donde los
mínimos recortes oculares de los capirotes
apenas dejaban entrever dos iris de colores
variopintos y lenguajes particulares.Ventanas
semifaciales singularmente masculinas, deslices
inequívocamente femeninos, maquillajes
discretos o explícitos, miradas desafiantes o
inertes, resplandores sutiles de un fervor
sincero o un pasar adormilado. Un espectáculo
reservado al juicio fotográfico gracias al
discreto apuntar del objetivo y al criterio
confidencial del zoom.Y sin embargo había
excepciones, singularidades que despertaban la
epidermis de la fotógrafa y terminaban por
impactar fieramente en ella. La indiscreción de
la lente se topaba a veces con la férrea voluntad
de personajes aparentemente ensimismados o
el explícito desafío de quien se resistía a revelar
la última intención de ese estar allí presente.
A apenas 25 metros
podía distinguir ya los
gestos
pretendidamente
inertes de los hombres
de trono que
soportaban las toneladas
del gigantesco paso.
Manos cruzadas al pecho,
mandíbulas apretadas, gestos
de reconcentrada desviación
de ese sufrimiento que
el peso les causaba. El
comienzo exagerado de los
PREMIOS AEFLA 2015
9
Pliegos de Rebotica
´2016
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Laboratorios Cinfa
Primer Premio
Prosa