Revista Farmacéuticos - Nº 127 - Octubre/Diciembre 2016 - page 8

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a fotógrafa se preparó. Tratando de
alejarse del mundanal exterior que
amenazaba con absorberla, se centró
en la cremallera quisquillosa que ponía
problemas de deslizamiento al
concienzudo empuje de sus dedos. Barreras de
una fuerza ideada para poner la cámara a salvo
de empujones e inconsciencias precipitaban sus
ansias y las colapsaban al tiempo. Un poquito de
atención, se recomendó, como quien repite el
mantra aprendido y exige no ahondar en el
error que sabía estaba empezando a repetir.Y la
cremallera cedió por fin como dispuesta a
reparar el minuto de duda que su propia
torpeza había provocado. Amalgamada en sus
manos, la cámara se dejó deslizar por fin de la
envoltura hasta
aparecer espléndida,
compacta, coherente,
fieramente
seductora.
La masa humana
apenas dejaba
entrever mínimos
espacios entre las
corrientes que, como
afluentes salvajes, se
deslizaban en un ir y
venir
pretendidamente
incoherente. Buscar
un sitio, un remanso
escondido que
permitiera ejercer el oficio de mirona
comprometida no iba a resultar fácil esa tarde.
Las cabezas se multiplicaban atolondradas por
los colores, los baluartes, las mesas y las sillas
elevadas, las esperas del larguísimo pasar de la
procesión y la movilidad constante. Ligeros
empujones, abiertas sacudidas, resistencias
plenamente intencionadas recolocaban las
figuras cada pocos segundos en esa línea frontal
que resguardaba un camino horadado a fuerza
de voluntad. Las dificultades aumentaban a
medida que iban surgiendo las señales
inequívocas de las presencias más significativas.
Los nazarenos de túnicas burdeos y capirotes
puntiagudos, aunque todavía a distancia, se
anunciaban ya precedidos por un cortejo de
cruces, monaguillos e incensarios. En
complemento perfecto de la escena, los
tambores y las trompetas repetían por enésima
vez los acordes. Urgía tomar algunas riendas,
siquiera aquellas que permitieran una mínima
espera organizada, una simple toma de atalaya al
amparo del atropellado discurrir de la marea.
Agradecía la luz de la tarde, y la hora, y el
refulgir de los colores, y las sombras marcadas,
y el contraste de los
silencios. Sentía que
todo el porvenir
podría estar escrito
de antemano, aunque
oculto, en el sufrido
trabajo que el
obturador de la
cámara tenía por
delante. Apenas
necesitaba pensar en
qué consistía esa
sensación difusa, esa
misma que pocas
veces la acompañaba
tan nítida, tan
palpable, tan
desequilibrante.
Necesitaba avanzar y con ello anticipar los
códigos que parecían estar recónditamente
escritos en las próximas imágenes. ¿Podría?
¿Llegaría a ser eficaz en su pequeño proyecto,
en su secreto hilvanar de líneas y formas nítidas
hasta encontrar lo intuido? La oportunidad se
repetía de año en año, y su meta seguía intacta.
La procesión se aproximaba inexorable, y sólo
de tiempo en tiempo el pausado marchar de
Mª Ángeles Jiménez González
Objetivo y corazón
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