A
A
quel verano fue especialmente fresco
en el norte castellano. Los últimos
rayos de la tarde a penas caldeaban
mínimamente el aire y la estereotipada
ropa de verano no atendía con
solvencia la necesidad, era necesario apretar el
paso y así lo hizo. Andaba rápido mientras al
tiempo mordisqueaba su bocadillo, con sus breves
once años se dirigía con paso forzado hacia la
caliente seguridad de su casa. A medio camino se
le acercó un perro, uno de esos mastines de
molino blanco y de enorme tamaño. Al principio el
muchacho sintió cierto temor pero pronto pudo
disiparse gracias a la actitud del animal que se
acercó a él de un modo sumiso y juguetón, más
pendiente del bocadillo que de la amenaza que
pudiera representar su propietario. Es esa actitud
de quien puede permitirse la humildad por tener
plena conciencia de su capacidad. El niño, trozo a
trozo, y le fue dando a su compañero de camino
todo el bocadillo, primero el fiambre de mortadela
y luego el pan. Después jugaron, lo acarició y el
animal respondía a cada una de sus caricias con
más juego. Se relacionaban como si se conocieran
de toda la vida, el perro le acompañaba en su
camino como si no tuviera rumbo propio y
estuviera acostumbrado a seguir sus pasos
delegando, cediendo así toda su confianza.
Entre juegos y caricias se entretuvieron sus pasos
hasta que un silbido seguido de una voz fuerte
detuvo el caminar del perro y esta vez fue el niño
quien siguió la iniciativa del compañero. “Blanco
ven aquí”, el perro cambió su gesto, agachó la
cabeza y sin mirar atrás se
encaminó hacia aquel
hombre. Durante unos
segundos el niño se
quedó mirando en la
dirección del
horizonte que alineaba
las tres figuras, de algún
modo esperaba una
mirada del perro, una
ligera despedida que le
indicara que en algo había
sido importante su breve
presencia. Cuando el perro
llegó a la altura del hombre, éste le gritó e hizo
ademán de castigarle sin llegar a consumar su
amenaza, el perro cabizbajo siguió a su amo como
si caminara por un solo raíl.
El niño recuperó su camino, también cabizbajo. No
diría pensativo porque ningún pensamiento
cruzaba su incipiente conciencia pero si
ensimismado, tanto que el frescor de la tarde dejó
de urgirle el camino. Así llegó a la casa situada en
una barriada del arrabal de la pequeña ciudad
castellana, la puerta aunque cerrada no estaba
atrancada por el pestillo y como siempre se hizo
en el interior sin mediar llamada. De un breve
holl
se accedía directamente a una cocina cuya pieza
principal se alimentaba con carbón, de esas que
llamaban económicas, su madre de pie frente a ella
mientras su padre leía un periódico. El niño,
reconfortado por el hogar y de un modo
apresurado comentó con voz excitada: “Sabes
papá, mientras venía se me ha juntado un perro, le
he dado mi merienda y hemos jugado, era un
perro grande y blanco. Luego un señor le ha
llamado y se ha ido con él.” El padre que miraba
con suficiencia a su hijo por encima de las páginas,
tras un instante de reflexión, replicó: “Mira tú, hoy
has aprendido algo que ya era hora. Quien da pan
a perro ajeno pierde pan y pierde perro”. Aunque
el niño no comprendió bien aquellas palabras
pudo sentir la intención que llevaban y así
reaccionó, con la tristeza de los niños alegres,
como si alguien les mostrara una realidad que ni
querían ni necesitaban pero que afecta a su
inocencia y natural alegría.
La madre no se había vuelto a
escuchar el relato, tampoco podía
ver la reacción de su hijo, se
volvió y pidió al niño que le
acompañara para lavarse las
manos después de haber
jugado con un perro.Ya en el
lavabo, con las manos bajo
el agua y mientras ella las
enjabonaba le susurró:”Que
orgullosa estoy de ti”. ¿Por qué
mamá? Replicó el muchacho.
“Porque has sido capaz de dar tu
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Javier Arnaiz
Pliegos de Rebotica
´2015
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FABULA
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Una anécdota