16
●
Pliegos de Rebotica
´2017
instante que
trascendió los
sentidos de mi
varonil
adolescencia,
cuando uno
necesita el
patrón
femenino de
carne y hueso para tener con qué
comparar en el futuro.
Antes de separarnos se quitó uno de
los pendientes.
Un pequeño arete plateado. Ensambló el cierre
con pulso seguro, me lo puso en la mano
abierta y después la cerró. No me dijo el
porqué del regalo, no me sugirió qué debía o
podía hacer yo con un pendiente de mujer.
Como en esos instantes me había quedado
completamente mudo, tampoco fui capaz de
preguntar. Luego aquel primor, lo que siempre
se ha llamado una mujer de bandera, dio media
vuelta y se alejó de mi vida sin plazo fijo de
retorno. Caminando firme sobre tacones altos,
con el suave balanceo de un velero. Tuve que
apoyarme en un poste para mantener el
equilibrio.
Un par de compañeros pasaron por nuestro
lado. Uno me hizo un guiño que Teresa percibió.
No les hacían falta muchos motivos para
cotillear. Lo habitual. Además, imposible no
reparar en cómo me miraba, emocionada. Me
había preguntado pormenores de mi vida pasada
y la actual, como si no existiera en el mundo
otra información que le importara más. Con tal
interrogatorio acaso trataba de transmitirme el
agrado por haber formado parte del único
universo que en una época me interesó de
veras. Me dijo, sin darle importancia, que se
había casado y citó el nombre de un marido
que olvidé al segundo siguiente. Me pregunté si
a él lo abrazaría igual que una tarde me abrazó
a mí. Preferí pensar que no.
¿Todavía se encontraría allí,
dentro de la blusa azul
con dos botones
desabrochados en el
cuello y la falda suelta
de algodón, la Teresa
del bar, la de las citas
con el firmamento?
¿Cómo saber si la boca
de Teresa era
recuperable o
no?
Es ésta la clase de dudas que suelen quedar en
el aire, a disposición de quien se atreve a
planteárselas y buscar soluciones. Imposible en
alguien de mi temperamento. Sí, creo que fue mi
genética timidez lo que me impulsó a insinuarle
el fin del encuentro. Las cosas de la vida tienen
su curso, me persuadí, y desviarlo es un error.
Nunca fui héroe, ni siquiera aprendiz de
aventurero. Hizo un ademán de asentimiento y
hurgó en su bolso para sacar el bono del bus.
Nos dimos un abrazo de despedida. Teresa me
tanteó por ambos lados del traje, arriba y abajo,
en un gesto de connivencia que tenía algo de
maternal. Un roce fugaz de su cuello, cargado
de remembranzas y recuento de imposibles, me
trajo un aroma a piel limpia, a perfume solo
levemente perceptible.
—¡Cuídate! –me recomendó, con mi barbilla
cogida entre el índice y el pulgar–, estás
demasiado flaco, quiero verte un poco más
rellenito la próxima vez. ¿De acuerdo? Y ahora
anda, ve a lo tuyo, creo que te esperan. Hasta la
próxima… Sea cuando sea.
No nos habíamos intercambiado direcciones ni
teléfonos. Ninguno hizo la menor sugerencia.
Tampoco me preguntó qué había hecho yo con
aquel pendiente suyo, supuse que acaso ni se
acordaría. Poco después, al desplegar la
servilleta, al sentirme como un náufrago en un
local abarrotado, entre voces conocidas que oía
pero no escuchaba, al pedirle al camarero lo
primero que leí en la carta, me vino a la cabeza
que seguía sin conocer ni uno solo de los
secretos de Teresa. Con ella no había forma de
avanzar un milímetro.
Fue al salir del restaurante y buscar las llaves
del coche en el bolsillo de la chaqueta que mis
dedos tropezaron con un arete, un pendiente
de plata con el enganche cerrado. Idéntico a
otro que guardé años atrás en el rincón
invisible de un armario.
Se puede luchar contra todo menos contra
lejanos recuerdos que quedaron adheridos para
siempre a la memoria, huellas indelebles de la
infancia y la adolescencia. Como, por ejemplo, la
manera con que alguna vez observamos a una
mujer estudiar las estrellas.
Todavía hoy ignoro si el segundo mensaje de
Teresa significó o no un adiós definitivo. Otro
de esos impenetrables secretos alojados en la
caja fuerte que algunas mujeres tienen en el
fondo del corazón.
■