se convirtió en la
chispa de unas
hormonas de las que
entonces ignoraba todo.
Hormonas que funcionaron
como yescas dispuestas a
ser consumidas en el
devastador incendio que
provocaron.
Trabajaba en la mercería familiar a la que me
mandaba mi madre con recados. También
atendía el bar del cine en cuyas sesiones triples
pasaba con mis amigos los sábados por la tarde.
No se le conocía marido ni novio. Ni
escándalos. Durante mi candorosa infancia, para
mí fue sólo la señora de los ovillos, los paños,
las gaseosas y los frutos secos. En el vestíbulo
del cine, era pasarme ella la bolsa de pipas y yo
desaparecer corriendo hacia la sala. Todo tan
natural como los latidos del corazón, ninguna
ansiedad ni desasosiego. Mis sueños los
monopolizaban los héroes de la pantalla.
La chispa apareció una tarde en la que salí a
comprar patatas fritas entre dos películas. Al
alcanzármelas desde detrás del mostrador,
Teresa tuvo que inclinarse. Mis ojos quedaron
paralizados ante un precipicio glorioso, un valle
entre dos obras de arte gemelas que asomaron
por el vestido liviano. Fue como recibir la llave
que abría la puerta de unos sueños que hasta
entonces no había advertido. Sueños sin límites,
inimaginables con mi paupérrima experiencia
mundana. Del calambrazo contemplativo
enrojecí hasta las orejas y se me erizaron los
vellos bajo la nariz. Ella, sin fijarse en mi éxtasis,
puso el cambio en mi mano y convocó al
siguiente de la cola. Reaccioné tras lo que me
pareció medio siglo, durante el que mis
hormonas ardieron desde los cimientos y me
enamoré de sopetón hasta el confín de mis
huesos. Nunca volví a ver entera casi ninguna
película, desde los títulos de crédito me
atiborraba de porquerías para ir a por más
cuanto antes.
En una ocasión no la encontré en el bar. Tras la
barra se abría una puerta que daba a un jardín.
Me asomé. Estaba allí, sentada en un banco,
pierna sobre pierna, inmóvil, dejándose recubrir
por la luz de esas poderosas lunas de julio,
como cumpliendo en silencio con un encuentro
íntimo. Bajo una calma tórrida dormida en el
aire parecía estudiar, ensimismada, un punto
indefinido del firmamento. ¿Qué más puedo
decir?
Pues nada de
nada, sobran detalles.
Mis sueños tuvieron dueña desde que espié, sin
proponérmelo, la cita privada de Teresa con su
soledad. Añadiré que también hizo nacer en mí
un mito hechicero: el de la mujer de belleza
elegante y misteriosa, a bordo de su propio
destino.
A los tres años de aquella impresión catártica
una tarde coincidimos al salir del cine. Me dijo
que no volvería al bar, se marchaba a vivir fuera.
Traté de fingir indiferencia, pero no pude evitar
que el impacto emocional me hiciera
tambalearme. Se dio cuenta. Caminábamos uno
junto al otro y ella derivó la charla hacia
asuntos banales: las notas del colegio, qué tal
mis hermanos, mis gustos cinematográficos y
que si ya me había echado alguna novia. Le
había respondido a todo, aunque algo fuera de
juego, igual que un autómata. Al escuchar la
última pregunta me puse muy serio. Dejé pasar
unos instantes para alisarme un quimérico
bigote. Luego negué despacio con la cabeza.
—No me gustan las niñas. A mí me gustan las
mujeres.
Unos metros más allá se detuvo. Nos
detuvimos. Me miró a los ojos como jamás
ninguna otra ha vuelto a hacerlo. Los de Teresa
brillaban como vidrios que reflejan un castillo
de fuegos artificiales. Me atrajo hacia ella, me
abrazó –enseguida noté la diferencia con la
forma en que lo hacía mi madre–, luego me
rodeó la nuca con las manos entrelazadas.
Percibí el rítmico golpeteo de su corazón a
través de la tibia humedad de su piel mientras
me invadían tres docenas extras de latidos.
Susurró mi nombre, recorriendo cada palabra,
cada sílaba, espacios incluidos –yo maldije que
mis padres no me hubieran bautizado
como sugirió la tía monja, Federico
Germán Romualdo Bartolomé del
Corazón de Jesús y de los Santos
Inocentes–. Retrasó ligeramente
el rostro, y con una sonrisa
capaz de perforar uno a uno
cualquier deseo masculino, una
sonrisa terrenal, concreta,
implacable, pero al tiempo con la
ternura de una maestra experta y
paciente, me apuntilló un calmo beso
en los labios, perfecto de sabor,
preñado de todos los misterios de
la madre naturaleza. El primero
que recibí como hombre –o
como el proyecto que era–. Un
15
Pliegos de Rebotica
2017
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