Revista Farmacéuticos - Nº 130 - Julio/Septiembre 2017 - page 8

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e inhumaron al amanecer. Desde la
perspectiva atenuada del tiempo resulta
sencillo aceptarlo, sin embargo nadie
asume su propia muerte sin aturdirse.Yo
no tuve conciencia de ella hasta que
intenté incorporarme. Estaba confusa. Me sentía bien,
aunque muy confusa.Trataba de ponerme en pie y no
conseguía sino dejar mi cuerpo atrás, tendido sobre
unas andas.Aun así, anduve entre la gente que velaba mi
cadáver, me rocé ligeramente con mi madre, con la
sibila, con la forastera de mirada azul por cuya causa
pasé de ser mujer a ser piedra. Pero mi cuerpo seguía
allí, tendido. Me veía amortajada conforme al rango de
sacerdotisa del fuego y como sucesora directa de la
soberana del poblado. Con dedos de caña las ancianas
habían trenzado mis cabellos formando dos rodetes o
espirales a ambos lados de la cara; dos vulvas, dos
conchas, dos laberintos por donde supuestamente
ascenderían los espíritus que me habitaban. Sobre mi
busto reposaban dos collares concéntricos con ánforas
abiertas a la suerte y femeninas jarras a modo de
cuentas ensartadas. Un tercer collar de oro acumulaba
amuletos funerarios cuya magia conformó el ánimo de
mi pueblo.
A un gesto de nuestra guía las andas se
estremecieron. Después que unas muchachas
refrescaran mis ojos con violetas inicié el último
recorrido a hombros de cuatro porteadoras. La senda
descendía empinada, desplazando hacia atrás la aldea.
Instintivamente traté de sujetarme, pero los músculos
desoían mis órdenes. Reposaba
exánime, como esculpida de una
pieza, con las manos cruzadas sobre
una camisa de lino azul y las piernas
prisioneras bajo un manto de lana
roja. Ni siquiera los párpados podían
protegerme de la exasperación del
sol, muy bajo aún en el horizonte.
Frente a los hombros de las
porteadoras, el túmulo se
aproximaba con ese pisar
cauteloso del
depredador adiestrado.
La blancura de la cámara
mortuoria ennegreció el
azul forzado del cielo. Se
presentía cercano el
denso miedo a las
tinieblas. Al cruzar el umbral, dos carroñeras lo
sobrevolaban en círculo.
En cuanto sellaron la cámara subterránea, el silencio
adoptó el aspecto atávico de aquel dios devorador de
sus propios hijos. Me sentí petrificada por el pánico. La
sombra saturnal se aproximó hasta cubrirme. Su mirada
frente a la mía, sus facciones contra mi rostro, su
cuerpo alado en mi cuerpo, aplicándose en desinsacular
mis vísceras de mujer. Era su presa. Sólida, contraída,
fría. Mi torso se fue combando al tiempo que ambas
rodillas se me engastaban al vientre, las piernas
cruzadas, aprisionados los pies contra el cuerpo.Tenía
las manos agarrotadas en un puño y los puños
aplastados sobre el pecho hasta el dolor, la cabeza
hundida entre ellos, en esa posición exageradamente
compacta de los fetos antes del parto. Era un bloque de
salagón en la sombra. Era la sombra ovalada de un
bloque de piedra; pero, ¿hasta cuándo? Un sillar rígido,
duro, inerte. Con frío de sueño, cada vez más contraída,
más sólida; aunque conservando la conciencia de estar
viva dentro de una masa de piedra. Pero ¿hasta cuándo?
—Por los siglos de los siglos.
Sin palabras, increpé a la sombra que no era justo, que
toda sentencia establece un tiempo.
—Que sea entonces hasta que el tiempo retroceda.
Acostumbrarse al silencio mineral del tiempo.
Resignarse a esa fatalidad que le impide retroceder. La
resignación es el mejor tratamiento para el destino,
hilas contra la desazón, bizmas de ánimo. Por contra, el
silencio no. El silencio y las piedras somos compañeros
inseparables. De mi vida anterior guardo mi destino
labrado en piedra. Recuerdos en qué pensar. Pensar en
silencio.
Pero ¿qué fue de la forastera por cuya causa pasé de
ser mujer a ser piedra? ¿Por qué ilumino aún mi
memoria con el azul de sus ojos y ese olor suyo a
remotas tierras?
Trabajar las ideas sin moverse. El silencio está reñido
con el movimiento. Pensamientos inmóviles. Esperar a
que el tiempo se contraiga o retroceda.Tendida. Quieta.
Ese confuso no estar donde se está, sin la menor idea
de los días transcurridos. En la desgracia, el tiempo se
detiene. El gusano del dolor se hace insufrible y cada
Andrés Morales Rotger
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