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Pliegos de Rebotica
´2017
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n la atmósfera la luz diurna se deshacía
en frágiles hebras mientras en el
intenso tráfico las bocinas sonaban
irritadas. Me encontré con ella por
casualidad, caminaba yo por la acera
para acudir a una cena de empresa cuando una
mujer se detuvo a mi paso, sonriente, cerca de
la entrada del restaurante.
—¿Te acuerdas de mí?
La reconocí al momento pese a los años
transcurridos. Elevé los brazos en un ademán de
sorpresa. También sonreí, con timidez.
—¡Teresa! —El cabello castaño en una melena
corta y lisa peinada por detrás de las orejas. A
principios del verano y ya lucía bronceada.
Advertí unas facciones de rostro más angulosas,
surcado por algunas finísimas arrugas,
convergentes en los párpados y alrededor de la
boca. No obstante era la misma Teresa, ahora
con su otoñal belleza a cuestas, con su
presencia esbelta, honda, sugestiva.
Perturbadora. Con el mismo verde implorante
de sus ojos, húmedos y relucientes como dos
calles recién regadas. Tenía todo el aspecto…,
digamos que todo el que es preciso. Su visión
me alteró. Ella me retuvo por los hombros para
besarme las mejillas.
—¡Cuántas veces me he acordado de ti!
¡Quería saber cómo estabas, a qué te
dedicabas!
Pasaron arrastrándose unos lentísimos
segundos que ella aprovechó para
recolocarse un mechón descarriado.
—Me temo que a nada que suene
impresionante.— Oculté mi
azoramiento con una cierta
brusquedad que me avergonzó un
poco, de siempre me ha costado
hablar son soltura sobre
formalidades. –Soy ingeniero
y trabajo en una empresa
de infraestructuras. Me
pagan por viajar donde me
manden para construir
puentes o carreteras. Bueno... –añadí, colocando
la palma abierta de la mano a un metro del
suelo–, también he construido hijos gratis. Uno,
de momento.
—¡No sabes cuánto me alegro! ¡Ingeniero! Así
que te va bien…
—Más o menos. Siempre y cuando pase tres
cuartas partes del año fuera de casa.
—¡Y con un hijo! ¡Será tan guapo como su
padre! ¡Y tan alto!, porque, ¡vaya pino que te
has hecho!
Paró de hablar y durante los mismos segundos
renqueantes me miró suspicaz, memoriosa,
examinándome por dentro –yo tan tieso como
una tabla de planchar–, antes de lanzar su
pregunta. Una con doble fondo. Una flecha
firmada y rubricada que cacé al vuelo.
—¿Todavía tienes tiempo de ir al cine, a…
emocionarte?
A pesar de la ropa holgada no me costó nada
imaginar dentro de ella los huecos confortables
de la mujer que yo recordaba. De una mujer de
cuerpo entero. De la Mujer.
Con su metro setenta y pico y
unas formas tan armónicamente
repartidas que podrían haber
sido creadas por un escultor
renacentista, tiempo atrás
fue un imán para un
espigado muchacho de
trece años. Una beldad
que por aquella época ya
poseía la callada seducción
que a ciertas mujeres da la
vida, mujeres que acaso
más jóvenes no serían
tan atractivas.
Aunque por
edad hubiera
podido ser mi
madre,
Rafael Borrás
Los secretos
de la caja fuerte