Revista Farmacéuticos - Nº 130 - Julio/Septiembre 2017 - page 10

mano a la boca, flexioné
tímidamente una rodilla...
¡Había dejado de ser
piedra!
Durante esa hora
perdida, casi no me dio
tiempo de tomar
consciencia de mi nuevo
—aunque debiera decir
viejo— estado.
Demasiado rápido.
Demasiado poco tiempo
para tanto tiempo
transcurrido. Cuando las
manecillas marcaron la
medianoche por segunda
vez, mi sangre se volvió
de nuevo arena. Nadie reparó en mí durante aquellos
breves sesenta minutos. Nadie reparó en mí al día
siguiente; aunque quizá la jarra que sostenía entre los
dedos quedara un tanto desplazada de su posición
original.
De esa primera hora perdida guardo la estampa del regio
recinto donde me hallaba ubicada. Nada que ver con la
cámara soterrada de sillares colocados a hueso. De los
últimos días que estuve confinada en ella he inventariado
los ruidos y rumores que precedieron a mi traslado: la
cóncava resonancia de unas voces afrancesadas, el
lamento de las palas, el pesado picotear de los picos.
Hubo cónclave de arqueólogos. Después llegó mi
humillación a precio de esclava. Me expatriaron a Francia
por cinco mil doscientas monedas. Ésa es la cantidad en
que fui tasada para ser expuesta a los curiosos.
En mi nuevo recinto, una hora empujaba a otra hora y
nunca llegaba el momento en que volviera a latir mi
pecho. Pero de inmediato se sucedieron los octubres y el
tiempo jugaba al escondite con los relojes y se perdían las
horas. Sólo que ahora las manecillas ya no retrocedían en
busca de las once, sino que al tocar las tres eran de nuevo
las dos. Más que suficiente para mí. Con sólo una hora de
libertad al año parece que la eternidad se detenga.Allí fui
dama de un palacio cuyas salas llegué a aprenderme a
base de incursiones anuales.Allí fui la íbera insumisa que
nunca se sometió al varón o la mujer de los ojos de
almendra o la deesa de suplicante y llorosa boca o la
canéfora portadora de ungüentos y esencias en labradas
cántaras de oro.Allí, acuciada por la brevedad de mi
condicional, abandonaba mi basamento imbuida en esa
alegría de las reas de tercer grado, para regresar a él con
apuros de Cenicienta a eso de la medianoche, octubre
tras octubre tras octubre a lo largo de veinticinco años.
Veinticinco horas demoró mi viaje de regreso. El correo
entraba en agujas a las 9.50 de la mañana, hora de la
estación del Mediodía, irreconocible de oropeles y
atiborrada de banderas. En cierto modo me regresaban a
mi hogar de siglos, donde fui recibida con honores de
primera dama. Hasta aseguran que dejé de ser piedra para
transmutarme en oro y
circular en papel
moneda con valor de
una peseta. Que por las
comisuras de mis
párpados rezumaba
agua de constitución
calcárea. Que fue por la
emoción de verme en
casa; cerca de casa.
Creo que hay algo de
cierto en todo ello.
Porque nosotras, las
piedras, tenemos vida.
Porque nosotras, las
mujeres de piedra y sal,
poseemos sentimientos.
Ahora, después de una buena porción de años, lo sé.Y no
me refiero con ello a esas piedras mínimas que salpican
de quilates los dedos de ciertas hembras. Ni a esas otras
de las que abusan los poetas cuando buscan rimas para
los corazones callados. Ni al alabastro de las tallas ni al
mármol de las esculturas ni al barro de ciertas imágenes
con apariencia de vivas. Me refiero únicamente a las
piedras como yo.A las estatuas que fuimos mujer mucho
antes de transformarnos en piedra.
A escasas fechas del centenario en que fui excarcelada de
la cámara bajo el túmulo sé que las piedras enamoran,
porque ella ha vuelto a mí. Sé que las piedras se
enamoran porque he visto la luz que anida en su cabellos,
olvidando que el amor mata. Su rostro sugerente, sus
pómulos labrados al torno, sus ojos cansinos han vuelto.
Su mirada acolchada de azul que regresa a por mí.
La veo entre la gente que acude a contemplar la
flamante leyenda de los íberos ilicitanos. A diario la veo
en el silencio de quienes visitan la sala donde la Dama
de Elche presta audiencia, por entre el respeto de las
manos señalándome, junto a los escolares sembrados a
mi alrededor. Después, a solas, ella me habla. Ningún
humano puede enamorarse de una piedra; pero jura
que estará a mi lado en la siguiente ocasión que el
tiempo se detenga. Me habla de grandes alas de plata
que vuelan hacia más allá de allá donde finalizan los
mares. Se me acerca al oído y me alienta a seguirla
hacia un lugar donde el sol se asoma cuando aquí
anochece, y al cual los días llegan siempre con varias
horas de retraso.Y mientras ella me dibuja ese nuevo
mundo donde se romperá para siempre el maleficio, yo
resueño con la proximidad de esa hora perdida en que
recuperaré la libertad.
Al final de la jornada, ambas permanecemos un
instante con la vista en la pared del reloj, como si la
felicidad se hallara entre sus pasos y coronas. Luego,
antes de que el museo cierre sus puertas, me roza el
trenzado de rodetes, llevándose adherido a los dedos
ese polvillo dorado que se desprende de los ídolos.
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