científicamente que los animales aprecien y actúen
según conceptos abstractos, como el bien de la
especie.
La importancia de la cultura como elemento
humanizador de la evolución ha sido enfatizada por
numerosos investigadores, hasta el punto de que
algunos especialistas (José MaríaValderas; La cultura,
nuevo genoma.
%C3%A1ptico.htm; 14 de abril de 2012), no dudan en
definir a la cultura como el nuevo genoma. Se ha
estimado que la adquisición, hace unos 200.000 años,
de una capacidad exclusiva para la cultura permitió el
desarrollo de un proceso evolutivo acelerado,
impulsando a los humanos
modernos a buscarse la vida
fuera de África. Con esa
facultad sobrevenida, la
transmisión de tecnología y
destrezas aseguró la supervivencia
de aquellos primeros homínidos, que
acabaron haciéndose sociales a través del
robo visual y la apropiación de las ideas de
los demás; además, la necesidad
de transacción y compromiso
empujó a la evolución del
lenguaje, convirtiéndose la
cultura en estrategia de
supervivencia. Como indica
Valderas, la capacidad de aprender
de los otros y transmitir y
construir sobre conocimiento,
técnicas y habilidades constituyó el
mecanismo para explotar nuevas
tierras y recursos; cualquier otra
especie permanece anclada al entorno
al que se hallan adaptados sus genes.
Es cierto que algunas especies animales
han desarrollado ciertas tecnologías, como
escarbar con palos o romper la cubierta
coriácea de algunos frutos, pero dicha tecnología no
ha evolucionado con el paso del tiempo. Los trucos
que realizaban los chimpancés de hace un millón de
años son probablemente los mismos –según
atestiguan los paleontólogos– que ejecutan ahora.
Frente a ello, los homínidos evolucionaron
rápidamente –muy rápidamente, en términos
biológicos– gracias a la adaptación cultural
acumulativa, basada en el aprendizaje social y en la
teoría de la mente. En cualquier caso, parece que la
base biológica de tal salto evolutivo podría residir en
las neuronas espejo, elementos clave para los
procesos de imitación. La imitación es indispensable
para el aprendizaje y la transmisión cultural de
habilidades y, en definitiva, la cultura se convirtió en
una nueva fuente de presión evolutiva, que ayudó a
seleccionar los cerebros que portaban mejores
sistemas de neuronas espejo y el aprendizaje
imitativo asociado con ellas.
Si denominamos
epigenéticos
a aquellos factores
ligados a la herencia que no tienen una base genética
–en el sentido de modificación directa de la
secuencia del ADN–, la epigenética tiene, como
mínimo, tanto que ver en la construcción del hombre
moderno como las mutaciones que acabaron por
consolidarse en los primeros homínidos y que
sirvieron como punto de arranque para convertirnos
no solo en una especie animal diferente, sino
absolutamente única. Los factores
epigenéticos
determinaron en buena medida quién y cuántas veces
se reproducía y, por ello, la inteligencia, la sensibilidad,
la memoria, etc., acabaron pesando más que la
potencia muscular o la habilidad para descortezar
frutos. La inteligencia sentiente acabó por ser
rentable, también, en términos reproductivos.
Posiblemente, uno de los factores
epigenéticos
más determinantes fue la
sociabilidad que, junto con la memoria,
permitieron que los hijos no solo
aprendieran de sus padres y del
resto del grupo a sobrevivir, sino a
vivir, a proyectarse hacia el futuro,
a imaginar mundos posibles e
incluso imposibles. Ninguna otra
especie –que no sea el hombre–
aspira a ser más de lo que es, dice
el antes mencionado Michael S.
Gazzaniga, a lo que yo agrego que eso
muestra que el hombre tiene dos sentimientos
únicos, la esperanza y la trascendencia, que están
ausentes en cualquier otro animal. ¿Cómo y para
qué se desarrollaron? En la naturaleza nada se
hace en vano, decía Aristóteles [
La
gran moral: moral a Eudemo
].
Aunque es evidente que
existe un componente inevitable en la
heredabilidad
de muchas características de la
conducta humana, sin embargo la genética ni
siquiera se acerca a ser predictiva de dicha conducta;
el entorno, con particular énfasis en las
experiencias de infancia, y el decisivo papel del
libre albedrío tienen un efecto más decisivo en
nosotros. Como dice el que fuera director del
Proyecto Genoma Humano, Francis Collins (
¿Cómo
habla Dios?
), a cada uno de nosotros nos ha tocado
una partida de cartas en particular, y estas cartas nos
serán reveladas con el tiempo... pero la forma en que
las jugamos depende de nosotros.
Esta relativa preponderancia de la epigenética
sobre la genética es un claro signo de
individuación
y
exclusividad frente al resto de los seres vivos.
Gazzaniga expresa esta particularidad humana
afirmando que lo que hace que la conciencia humana
emergente sea tan vibrante es que nuestro órgano
de tubos puede tocar un montón de canciones,
mientras que el de la rata puede tocar muy pocos.
Sin embargo, desde mi perspectiva, hay algo más que
polifonía por debajo de la diferencia entre el hombre
y el resto de los seres vivos: sea cual sea la música
que seamos capaces de interpretar, los humanos
somos los únicos seres vivos capaces de ser
conscientes de ella, de disfrutarla y, lo que es más
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Pliegos de Rebotica
´2015
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