Revista Farmacéuticos - Nº 117 - Abril-Junio 2014 - page 24

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uentan las crónicas que fue una
hermosura de rompe y rasga, y
poco deben mentir para que en
los comienzos del siglo VIII
Frandina la Cava le hiciera perder
el juicio a don Rodrigo, último rey godo. El
precio del acoso y posterior derribo de la
virtud por parte del rey, tras vencer a la
fuerza la resistencia de la doncella, fue la
ocupación de la península ibérica por los
árabes aliados con don Julián, gobernador de
Ceuta y agraviado padre de la muchacha.
Tales sucesos, sin duda trascendentes y graves,
los desconocía yo cuando trotaba sendero
arriba empapado en sudor por un encinar de
los alrededores de Pedroche, en Córdoba, no
lejos del antiguo camino califal que enlazaba
esta ciudad con Toledo. Oscurecían la fría
mañana de febrero unas nubes rasgadas y
veloces camino de poniente. El viento espeso,
amenazando chaparrón, empujaba las copas de
los árboles que se movían ondulantes como
algas submarinas.
Aquel invierno me había desterrado una
semana en un escondite rural para regalarme
un retiro deportivo-literario dentro de mi
agenda preparatoria para la maratón. Como
propina, en absoluto fútil, obtenía un
paréntesis en las responsabilidades rutinarias,
el asalto a un sustancioso botín de
tranquilidad. Poco equipaje: ropa de
entrenamiento y un par de mudas de
montaña, el socorrido avío de latas, las
Memorias
de Baroja y música de los Stones.Y
Gulf
, mi perro, elegante hasta casi principesco,
de perfil robusto y mirada orgullosa y sabia.
Mi abnegado compinche de correrías, mi
marcador del ritmo unos metros por delante
de mí.
Desde que era un cachorro
Gulf
le ladraba a
todo lo que se moviera, pero también al
reflejo de una farola en las pacíficas aguas de
una alberca, a la luna llena o a las rosas del
jardín. Por eso no le di importancia cuando,
sin verle, escuché sus insistentes ladridos algo
más allá, tras un recodo. Al ponerme a su
altura descubrí a la cabra. Llevaba un collar de
cuero con cencerro y protegía sus cuartos
traseros en el ribazo, encañonando a
Gulf
con
unos cuernecillos breves, dispuesta a venderse
cara. Mi compañero trataba de mantener el
tipo, perplejo, desorientado. Indeciso. Era su
primera cabra. Tranquilicé al perro mientras
recobraba el resuello. Luego eché mano de
diversas tretas para que la cabra nos siguiera.
No se fiaba. A falta de buena voluntad la cogí
sin contemplaciones, me la cargué al cuello y
emprendimos la vuelta. Pesaba lo suyo y,
encima, tuve que soportar tiernos lametones
en el pelo y el repiqueteo del cencerro junto
a mi oreja. Iba a ser el último día de destierro
pero decidí posponer mi regreso al menos
hasta averiguar dónde y a quién colocar mi
hallazgo.
Me enteré luego. Secuestramos a la cabra
horas antes de un secuestro histórico, el del
teniente coronel Tejero y sus guardias cuando
asaltaron el Congreso, pusieron el techo
como un colador y a los señores
diputados cuerpo a tierra. En la
inolvidable noche del 23 de febrero
de 1981 yo también me desvelé, si
bien por diferentes razones que el
resto de la cofradía. Afortunado mortal
ignorante sin radio ni televisión, pude
beneficiarme de una atmósfera
inmaculada en la que se olía la primavera
cercana, y contemplar bajo una sinfonía
Rafael Borrás
Gulf
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