Revista Farmacéuticos - Nº 117 - Abril-Junio 2014 - page 17

el lugar el aspecto exterior de la funeraria, los
edificios colindantes, la nobleza y alcurnia de la
calle y el tono de la gente que paseaba por allí.
Una vez seleccionada según estos criterios la
funeraria y el ataúd según la calidad de la madera,
el adorno y la prestancia del Cristo de la tapa, lo
que les llevó todo el día, se encaminaron de
nuevo y ya de noche al hospital. Por fortuna los
médicos de guardia no eran los mismos que los
que le ingresaron y a esas horas los que le dieron
el alta por la mañana tampoco estaban ya allí, por
lo que la noche transcurrió apacible y sin más
sobresaltos, una vez cumplida la última misión a
la manera de un reencarnado Simeón y ya podría
morir en paz. De hecho, tras el trajín de ese día,
así ocurrió de madrugada, la hora preferida de la
parca.
Pero la previsión y la vida moderna juegan
malas pasadas y si el lugar de la funeraria era
idílico y hasta monumental la mañana anterior, a
las cuatro de la madrugada del sábado, otro azar
perjudicial, la calle era una especie de campo de
batalla anárquico. Botellas de cerveza esparcidas
por toda la empedrada y vistosa calle y aceras,
ruidos satánicos como antesala de un posible
infierno, cuerpos semidesnudos abrazándose en
los portales o en mitad mismo de una calle
repleta de bares de copas, camuflados durante el
día y transformados en antros oscuros al amparo
de la noche.
La situación era algo insostenible. La gente
que guerreaba como noctámbulos miraban la
llegada del finado, unos como si al mismo
demonio hubieran visto y torcían la cabeza hacia
otro lado o, los más, aprovechaban para hacer
chistes jugosos e hilarantes. Por otro lado el
pequeño gentío que se agolpaba a la entrada de
la funeraria o se disponía a entrar en ella,
presentaban caras compungidas de dolor; un
dolor, es cierto, mitigado por la edad del muerto,
por la herencia que dejaba y por la frialdad con
que se había tomado su nulo devenir. Pero aún
así era duro observarlos luchando en su interior
entre la algarabía de los elementos externos y la
natural trascendencia y rigor que se les exigía
ante la presencia de un familiar difunto. Uno de
los deudos tuvo en aquel instante una idea
luminosa. Tras hablar con el delegado del seguro
y en común acuerdo con la funeraria, decidieron
trasladarlo a otro local que ésta tenía en las
afueras.Y otra vez la procesión comenzó su
éxodo lapidario.
Con un importante inconveniente y era que
cada vez que se levantaba la tapa del ataúd, el
sombrero, encajado a presión en la seda, se
descolocaba y casi salía disparado, por lo que al
llegar al nuevo tanatorio cambiaron el cadáver a
otro ataúd disponible y más ancho, que si bien no
era una caja de zapatos, era más apropiado de un
bracero de sus tierras que del propietario de las
mismas. Tampoco el local era el metro de Moscú;
las paredes rezumaban humedad, las sillas estaban
agujereadas y el aspecto en general era bastante
deplorable. Aquello era justo lo contrario de lo
que Don Marcial había preparado.
Por suerte para él, no se pudo enterar de un
añadido escarnio que le tributó un pariente,
campanero de la iglesia del pueblo. Los días de
funeral era tradición a la misma hora del
enterramiento, recordar el óbito a los lugareños
con el toque lastimero y lento, blando, de las
campanas de la iglesia; pero el campanero, familia
suya, conocía su exclusión de la herencia,
consecuencia de ciertas desavenencias
económicas que databan de los largos años de su
alcaldía. Así que ese día, un domingo luminoso y
frío, las campanas de Sepulcro Hilario, su pueblo,
por primera y última vez, permanecieron tan
calladas como él y tan inmóviles, ya sí, como su
sombrero.
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