Revista Farmacéuticos - Nº 117 - Abril-Junio 2014 - page 16

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abía leído muy pocas veces
en su vida pues Marcial
era hombre de acción y
consideraba una pérdida
de tiempo sentarse a unir
palabras en la cabeza, cuando había
cosas más interesantes que hacer, como
bajar todas las tardes a la taberna del
pueblo, una vez a la semana retozar en el
prostíbulo de la comarca o mandar a sus
paisanos, fueran los empleados de sus tierras o
del Ayuntamiento.
Pero una de esas ocasiones en las que había
fijado su mirada en un par de páginas con
ilustraciones de una enciclopedia en la biblioteca
de su casa, y que de forma excepcional había
leído de corrillo, recordaba aún en aquellos
momentos trascendentes de su vida, tanto que
serían los últimos, que desde épocas ancestrales,
cuando aún se dudaba que el hombre lo fuera,
los muertos se enterraban con todas sus
pertenencias o al menos con las se consideraban
más valiosas. Los egipcios y los mayas eran un
caso notable de enterramiento con parafernalia
pues aún se descubrían fabulosos tesoros en las
pocas tumbas que no habían sido ya saqueadas o
descubiertas por los arqueólogos.
Las momias de los egipcios le ponían el vello
de punta y le parecía demasiado escabroso el que
alguien se conservara intacto, o con un aspecto
acartonado, hasta de mal genio, miles de años
después de haber muerto, siendo él de una tierra
adusta en las que el gesto serio siempre había
sido para los demás un signo de identificación.
Creía más factible lo que decía en sus sermones
el cura del pueblo, aunque nunca se había llevado
muy bien con él. El cuerpo se destruiría en este
tránsito terrestre y al final se uniría al alma en el
fin de los tiempos en la órbita celestial y cada
cual en su sitio; los pecadores al infierno y los
poco pecadores o santos al cielo, el lugar al que
él estaba seguro de ir. No podía ocurrir de otro
modo con el cacique del pueblo. Tampoco llegó a
entender muy bien lo que el cura quería decir
con eso de la órbita celestial, pero sí sabía que
los eclesiásticos no siempre se expresaban de
manera clara, eran más afines a la ambigüedad
para no descubrir sus flaquezas.
Por eso
decidió que en su hora
suprema, su cadáver
fuera enterrado, si bien con
más modestia que los
egipcios, ataviado con su mejor
traje, el de su boda y que ya nunca más había
utilizado, y sobre todo con su sombrero, que
aunque de ala ancha, como el de esos cuadros de
Zuloaga, debería de encajar perfectamente en el
ataúd. Pero Marcial no quería tampoco que el
más mínimo detalle de su entierro, que durante
toda su vida había imaginado y del que en cierto
modo querría también sentirse orgulloso, fuera
descuidado o que no estuviera a la altura del
momento.
Así que desde el hospital donde a sus noventa
años se hallaba ingresado, rodeado de unos
aparatos y una gente que casaba mal con su
carácter y su origen, se dispuso a visitar él
mismo la funeraria donde pronto sería velado, lo
que según los médicos ocurriría no más tarde de
una semana, y elegiría el ataúd correspondiente a
su rango. Dado el impedimento físico, éstos se
negaron con rotundidad, pero la característica
contumacia de sus paisanos tenían en él un buen
ejemplo. Le dieron de alta voluntaria y en una
ambulancia se dispusieron a recorrer todo el
centro de la capital de la provincia.
La comitiva era un tanto esperpéntica; una
sofisticada ambulancia, varios coches de los
futuros deudos -el primero de ellos de más
categoría, la cual iba disminuyendo hacia atrás en
la caravana-, y por último el empleado de la casa
de seguros pagadera de la póliza del entierro, en
una vespa antigua. Las calles céntricas de la
ciudad eran estrechas y el solo hecho de
estacionar, aunque fuera de forma ilegal, creaba
un atasco que se extendía por todo el barrio. En
realidad Marcial no se bajaba de la ambulancia, lo
que era imposible, sólo echaba un vistazo a
través de la puerta trasera abierta y enjuiciaba en
Antonio Varo Baena
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Pliegos de Reboticca
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