Revista Farmacéuticos - Nº 118 - Julio/Septiembre 2014 - page 9

vendedores ambulantes de quesos, melones y
sandías, sí, como los trajines de una gran fami-
lia, siempre en movimiento, cada hora con sus
feligreses, y sus costumbres, y sus miserias, y
sus risas, y sus afanes, siempre los mismos afa-
nes. Siempre, hasta aquella tarde.
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Eran dos, espigados y anchos de escápulas, con
los rostros velados por pasamontañas negros.
Los cañones empavonados de las recortadas re-
verberaban a la luz de las lámparas de bronce.
Gritaron a los clientes, gritaron a mi padre, que-
rían el dinero de la caja, todo el dinero, ahora.
Quizá no reaccionó al dictado de la razón. Qui-
zá un instinto ancestral de lucha por lo que te
pertenece, por lo que tanto esfuerzo te ha cos-
tado lograr, provocó que mi padre se enfrentara
a ellos blandiendo aquel cuchillo de cortar ja-
món. No pudo hacer nada más. Su sangre salpi-
có la chapa de cinc del mostrador por entre el
traquido espeso de la recortada. Su sangre tatuó
mi mirada de un odio primitivo, animal, un sen-
timiento que aún hoy me resulta imposible re-
conocer como vástago de mi voluntad. Lo cier-
to es que me abalancé sobre aquel cuatrero y le
reventé una botella de anís en la cabeza. Trasta-
billó con la inseguridad de un becerro minutos
después del parto y el golpear desmoronado de
su cuerpo contra el suelo me recordó al que ha-
cen los costales de trigo sobre las piedras de una
era cuando abandonan las espaldas de los brace-
ros, pero no tuve tiempo de pensar en nada más.
La culata de la escopeta me golpeó en el pómu-
lo izquierdo y luego en la nuca. Mientras el ala-
rido de mi madre cercenaba un aire que parecía
haberse coagulado en vaharadas sucias, sentí có-
mo mi mandíbula se desgajaba de sus coyuntu-
ras, cómo mis pupilas erraban por un territorio
sombrío, adusto, cómo mi conciencia se sumía en
un sopor blando, confuso, ajeno tal vez al dolor.
Aquella tarde lo cambió todo. Su último grito
se eternizó en la mente de mi madre, muy
adentro, recluyéndola en un silencio herméti-
co, abismado, sólo compatible con las dolencias
que arraigan en el espíritu y que se quedan allí,
sin remedio, como un lastre que anula la razón
y los sentimientos. Y aún hoy, aquel grito des-
garrado, incrédulo, atrapado de eternidad, me
persigue, y me estremece, y me impide aban-
donar ese solar, ese terruño que jamás se de-
jará vaciar y en el que sólo crece el recuerdo,
despacio, hasta hacerse arborescente e impedir
así que la luz trasmine al corazón y lo redima
de servidumbres de una maldita vez.
Hubo que recluir a mi madre en un sanatorio
aledaño a una sierra de enebros y sabinas, en
un cuarto de paredes y sábanas blancas, al cui-
dado de profesionales en asuntos de la mente
y, quizá, también del alma.Yo me quedé con ella,
velando sus sueños y delirios, procurando que
no se sintiera sola, haciendo de su vida un trán-
sito algo más amable. El Hostal Restaurante Los
Claveles languidecía mientras tanto junto al le-
cho de la vieja carretera comarcal, cerrado, ig-
norado por el trazado de la nueva autovía, co-
mo el apeadero de un ferrocarril deficitario que
se clausura, y se malogra, y se consume bajo el
frenesí de las malvas, el hinojo, las adelfas, los
cardos y la hiedra.
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Acaba de dormirse. Abandono la habitación de
mi madre sin hacer ningún ruido y me acerco
al hostal restaurante. Está ya amaneciendo. En-
tro por la puerta de servicio y deambulo por
sus entresijos, como tantas veces, por el aljibe
y los fogones, por las duchas comunitarias y su
cansado gotear de agua, por esos retretes de
cisternas arrimadas al techo de escayola, por
pasillos y habitaciones, tras las barricas del vi-
no con solera, muy despacio, y ya en la penum-
bra del salón comedor creo contemplar cómo
el humo del tabaco serpea por entre las lám-
paras de bronce, y creo escuchar el sonido de
los naipes, de los amarracos y de las fichas de
dominó al asentarse sobre las mesas de formi-
ca, el murmullo de coplas y chascarrillos, el tra-
quido de la recortada, el salpicar de sangre so-
bre la barra chapada en cinc. El golpear de la
culata sobre mi nuca. El alarido de una madre
incapaz de asumir que, además de perder a su
marido, acababa de perder también a su único
hijo.
PREMIOS AEFLA 2013
9
Pliegos de Rebotica
´2014
Laboratorios Cinfa
Primer Premio
Prosa
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