Revista Farmacéuticos - Nº 118 - Julio/Septiembre 2014 - page 8

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llí estaba, otra vez, delante de lo
que fue mi hogar. En el letrero se
podía aún leer “Hostal Restaurante
Los Claveles” y los toldos de las
ventanas, listados en verde y ama-
rillo, colgaban de los soportes en calandrajos
batidos por el ábrego, como la arboladura
arruinada de un velero que se sabe impotente
ante el abrazo de la galerna. Un hostal restau-
rante hincado en tierra de nadie, arrumbado en
un erial, lejos, muy lejos de la vía de servicio
de la nueva autovía, sin ningún acceso asfalta-
do que hubiera garantizado su porvenir, como
un engendro de ladrillo y hormigón al que pri-
varon de su caudal sanguíneo hasta trocarlo en
cadáver. Un cadáver ignorado, avasallado por la
intemperie, macerado por casi dos décadas de
olvido. Nadie pudo evitarlo.
Podría decir que me crié aquí, tras la barra cha-
pada en cinc de este bar, entre botellas de anís
y de brandy, al lado de clientes que alternaban
los sorbos al carajillo con las caladas a los Fa-
rias, entre coplas, chascarrillos groseros, tapas
de tortilla española y miradas pendientes de los
partidos de la liga que retransmitían por la te-
levisión. Me crié despachando cañas, botellines,
chatos de vino, cafés y cubalibres como quien
dispensa fórmulas magistrales para combatir el
hastío, las penas o la infidelidad, como un mo-
zo de botica que proporciona, además de con-
versación, un surtido generoso de graduacio-
nes alcohólicas para aliviar a sus parroquianos
de melancolías, quimeras y soledades.
Las adelfas medran ahora bajo el porche, la hie-
dra tapiza la fachada principal y el tejadillo de
uralita del aparcamiento se vierte, sobre una
maleza de malvas, cardos e hinojo, en un des-
piece atormentado de ondulaciones grises
manchadas de líquenes y hollín. Las ventanas del
restaurante se quebraron bajo las pedradas de
muchachos ociosos y las incursiones clandesti-
nas de vagabundos y maleantes. Una cuadrilla
de albañiles invirtió dos tardes en tapiar con
rasillas y cemento todos los vanos del edificio,
condenando sus adentros –el aire, la memoria
de las cosas y mis recuerdos– al tacto perpe-
tuo de la oscuridad y a los achaques umbrosos
del salitre. A menudo, cuando no estoy cuidan-
do de mi madre en el sanatorio, acudo a este
lugar y me cuelo por la puerta de servicio, y
merodeo por la recepción y las escaleras, por
pasillos y habitaciones, entre el cansado gotear
de agua de las duchas comunitarias, al lado de
los retretes, con esas cisternas de cadena en-
caramadas junto a los techos de escayola.Y pa-
so de nuevo a la cocina, al interior de la cáma-
ra frigorífica, junto a los fogones y el aljibe, por
el almacén y la despensa, tras las barricas del
vino con solera, entre botellas vacías de anís,
ginebra y brandy, unas botellas amortajadas de
polvo y ecos de coplas y chascarrillos. Me de-
moro en el salón comedor y su penumbra, por
entre las mesas de formica y las sillas tapizadas
de raso azul, bajo las lámparas de bronce, y es
como si nada hubiera cambiado, las tertulias de
los sábados por la tarde, las partidas de mus,
dominó y cinquillo, las paellas de marisco de los
domingos, el trajín de comerciales, chóferes,
PREMIOS AEFLA 2013
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Pliegos de Rebotica
´2014
José Agustín Blanco Redondo
“No habrá sino recuerdos”
Jorge Luis Borges
Los recuerdos
atrapados
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