curvaron en una inconsciente sonrisa y mi ánimo
        
        
          se serenó. Al menos sabía que ni había
        
        
          enloquecido ni me afectaba el mal de altura, que
        
        
          no corría peligro y que la casa estaba vacía.
        
        
          Germán regresó días después con su sempiterna
        
        
          y calmosa generosidad. Todas las parejas
        
        
          atraviesan episodios difíciles, así que no cuesta
        
        
          nada consolarse con que nosotros no íbamos a
        
        
          ser la excepción. Pero, ahora lo veo claro, estoy
        
        
          enamorada de él. Pese a las infidelidades que
        
        
          ignora. Tampoco le contaré el incidente de la
        
        
          maleta, será mi última deslealtad por ocultación,
        
        
          la más casta.
        
        
          Jueves húmedo de febrero, frío y sin viento. La
        
        
          lluvia cayendo finísima, con la misma docilidad
        
        
          que la arena de un reloj. Del entierro ajeno me
        
        
          dirigí directamente a la tumba. Caminé sobre una
        
        
          alfombra de hojarasca, las solapas de la gabardina
        
        
          arropándome bajo el mentón, a cada minuto más
        
        
          empapada por un ambiente que me calaba la
        
        
          ropa. Al final de un muro con nichos y flanqueada
        
        
          por panteones montañosos estaba la lápida de
        
        
          mármol negro, reluciente por la lluvia y los
        
        
          destellos de las farolas. Un último lugar que él
        
        
          mismo eligió mucho antes de fallecer. Estaba sola
        
        
          en aquel rincón del camposanto, paralizada ante
        
        
          la fotografía del frontispicio.Y sonreí. Siempre
        
        
          mantuvo el porte de un príncipe del
        
        
          
            Quattrocento
          
        
        
          .
        
        
          ¡Qué guapo eras, papá! Y me corroyeron las
        
        
          mismas preguntas. ¿Por qué? ¿Qué motivos tuvo
        
        
          Dios, o el destino, o la línea de la palma de la
        
        
          mano, o el timón omnipotente que desde algún
        
        
          punto del universo decide nuestro futuro? ¿Qué
        
        
          motivos tuvo para truncar una vida como la tuya?
        
        
          El llanto es una forma de expresión a la que
        
        
          últimamente no estaba habituada, y esa tarde me
        
        
          sorprendí llorando. Lloraba sonriendo y sonreía
        
        
          llorando, incluso con hipidos, sin la armonía de
        
        
          los adictos a licuar sus emociones. Lloré
        
        
          moqueando como una colegiala porque lo hacía
        
        
          ante mi padre, y no me importaba porque él
        
        
          conocía de sobra todas mis clases de lágrimas.
        
        
          Aquí me tienes, he venido porque no podía dejar
        
        
          de decírtelo a la cara. ¡Anda que menudo susto
        
        
          me has dado con el trajín de la maleta y las
        
        
          llaves! ¡Me la jugaste bien! Los pantalones, el
        
        
          Pinocho, las postales, la camiseta y todo el resto
        
        
          del bazar... Papá, ¡qué astuto, como siempre! Y el
        
        
          juego con las luces, el foco sobre el
        
        
          
            collage
          
        
        
          con
        
        
          Germán. ¿Jugaste a ponerme a prueba, no? Pues
        
        
          ya ves, cuando más confusa estaba me caí
        
        
          del guindo.Y me caí porque antaño fuiste mi
        
        
          cómplice. Tú y yo, solamente tú y yo,
        
        
          sabíamos del escondite para mis fetiches, mis
        
        
          castos pecados, como yo les llamaba ante tu
        
        
          teatral desaprobación. En un armario alto de
        
        
          la leñera del refugio, donde ni a mamá ni a mi
        
        
          hermana se les ocurriría mirar.
        
        
          Nunca te gustó Miguel. Me conocías bien, sabías
        
        
          que no iba a hacerme feliz. No tengo más que
        
        
          recordar tu cara para valorar lo que debiste sufrir
        
        
          el día de mi boda, con aquella sonrisa tan
        
        
          amablemente sombría. Germán, por el contrario, te
        
        
          encandiló incluso antes de que yo lo escogiera del
        
        
          todo, por mucho que, la discreción como norma,
        
        
          no soltaras prenda. Esperaste a ver cuándo y cómo
        
        
          me decidía.Y te supo a almíbar que nos liáramos,
        
        
          ¿a que sí?
        
        
          Te debía esta visita para darte las gracias. También
        
        
          para traerte esta antigualla, es tuya. Necesitaba
        
        
          sentir tu cercanía. Me has echado tu mano sabia
        
        
          para reconocer mis sentimientos. Quiero
        
        
          repetirte, ahora que ya todo da igual, que te
        
        
          considero el padre por el que toda hija desearía
        
        
          ser concebida y educada. Solo por eso te he
        
        
          querido y te querré hasta que muera, con toda el
        
        
          alma. Ojalá pudiera darte ahora esos besos que
        
        
          tanto te racaneé como una perfecta estúpida.
        
        
          Cuando lo recuerdo sigo maldiciendo aquella
        
        
          tarde de verano, y el incendio, y el viento tórrido,
        
        
          y el retraso de los bomberos. A qué mala hora
        
        
          comprasteis el refugio en medio de pinares y a
        
        
          qué peor hora te quedaste durmiendo tú solo.
        
        
          Desde que enterramos lo poco que quedó de ti
        
        
          en esta oscura y eterna clausura, llevo en mi
        
        
          cabeza tu última imagen vivo, abrazándome. Me
        
        
          tranquiliza pensar que allá arriba, en un territorio
        
        
          inaprensible para el entendimiento de los
        
        
          mortales, ha de existir un cielo de los padres
        
        
          justos. Ello me basta para desafiar a mis tristezas.
        
        
          Había por allí un contenedor al que arrojé el
        
        
          manojo rancio en que se habían convertido los
        
        
          crisantemos que debió dejar mi hermana en
        
        
          noviembre. En su lugar coloqué sobre la lápida el
        
        
          ramo de rosas frescas metido en la valija a modo
        
        
          de búcaro. Primero iba a mantener intacto el
        
        
          ramo, luego decidí llevarme una rosa, de un rojo
        
        
          sanguíneo, quise creer que bendecida por mi
        
        
          padre, para que redimiera por siempre mis
        
        
          pasados errores.
        
        
          Caminando hacia la salida volví la cabeza para
        
        
          mirar la foto de mi padre por última vez.
        
        
          La superficie de la lápida estaba vacía.
        
        
          n
        
        
          10
        
        
          Pliegos de Rebotica
        
        
          2019
        
        
          PREMIOS AEFLA 2018