Revista Pliegos de Rebotica - Nº 139 - octubre-diciembre 2019 - page 9

atreverme a mirarla. Dejé encendidos
televisor, lámparas y pantallas, y sonando el
equipo de música. En el dormitorio vacié
el bolso boca abajo sobre la cama y luego
lo lancé contra la almohada. Las llaves
desaparecidas seguían en algún limbo ignoto.
A esas alturas mi cabeza bullía de angustias.
Mediante un ejercicio de autodisciplina aplacé
para después de un buen baño la decisión sobre
qué hacer con mi nueva adquisición, si abrirla o no,
si quemarla o tirarla al mar.
Me sumergí en la bañera con agua muy caliente.
Cuando terminé, envuelta en la toalla y con el pelo
mojado, me dispuse a telefonear a Germán.
Durante el baño había intentado llevar a cabo un
análisis objetivo de los hechos y solo conseguí
aturullarme más. Si no vivía una ficción era
probable que hubiera enloquecido durante el
vuelo, o quizá estaba siendo atacada del mal de
altura.Y a no ser que consiguiera hablar con un ser
humano y contarle todo, era probable que me
lanzara a un desahogo de esos de puesta en escena
primitiva y cutre.A lo peor gritando como una
adolescente. O vaciando la nevera, que no sería la
primera vez.
No llegué a hablar con Germán. En el camino hasta
mi móvil vi que la valija se había trasladado del
salón a los pies de la cama, y el bolso no estaba
como antes, abierto y tendido de costado sobre el
edredón, sino cerrado junto a la almohada en una
cama vacía. Para mayor pasmo, en la mesilla de
noche alguien había depositado una llave mohosa.
El hallazgo me aterrorizó y no pude evitar dar un
respingo. La tomé, parecía de hierro forjado. Con el
pulso latiéndome fuerte en las sienes introduje la
llave en el cerrojo de la valija y la giré despacio. El
pasador cedió con un leve crujido.
Dentro estaba la ropa que me había puesto
durante el congreso.Al sacarla quedó al
descubierto una tapa que
ocultaba un doble fondo y que
separé con cuidado. Luego, con
toda la sensualidad táctil
asomándome por las yemas de
los dedos, extraje un pantalón
rojo con lunares blancos. Lo
reconocí. El mismo que quince
años atrás me cosí yo misma, con
el que luego me disfracé de
payaso en la fiesta de fin de
carrera y que por la noche me
quitó Javier en su habitación de
la residencia.También una
descolorida camiseta con el
lema «Salvad a las ballenas»
que calcé orgullosa durante el primer
curso y con la que corrí delante de la
policía. La seña de identidad de nuestro
risueño y pro-trotskista Club de
Estudiantes Ecologistas y Librepensadores.
Y un Pinocho de madera articulado con el
que mi amigo Enrique, que era como la punta
del rabo del demonio, y yo, colocábamos en
posturas sugerentes para de noche emularlas en
dislocadas peripecias sexuales de playa bajo el
dictado de unas hormonas desbordadas.Y un
ejemplar en alemán de
La montaña mágica
, texto
de examen de la Escuela de Idiomas en la que
conocí a Miguel, mi colega matrimonial durante
cinco eternos años, hasta que ya no
nos quedaron puntos donde apoyar la
palanca. Finalmente saqué la colección
de postales de Italia que, con la
mayoría de edad recién descorchada y
tras dejar a mi novio empachado de
mentiras, recopilé mochila en ristre
durante mi escapada clandestina junto al profesor
Esteban, melena canosa de Romeo crónico.
Primera y última, puesto que me dejó tirada en
Florencia a cambio de las tetas, parece que
suculentas, de una genuina toscana. Unas postales,
alguna con los datos de Esteban, que nunca me
animé a romper y que, a punto de casarme,
escondí por devoción al «por si acaso».
Anduve como una sonámbula hasta el salón.
Televisor y equipo de sonido ahora
desconectados, por no se sabía quién. La estancia
en penumbra, con todas las luces apagadas. Todas
menos una, la única que yo no había encendido,
el pequeño foco que alumbra un
collage
colgado
junto a la chimenea. Un objeto muy querido que
fabriqué con mis manos y que enmarca un
puñado de fotos recortadas, el extracto
sentimental de treinta y nueve años de vida. Una
bebé feliz en el regazo de mi madre, la niña de
flequillo y rizos castaños jugando con mi padre,
tumbada junto a mi hermana
leyendo comics y otra
montadas en el tiovivo de la
feria, con la bici a las puertas
del colegio, flaca y desgalichada,
al borde de la adolescencia,
riendo con las amigas del alma
en los locos viajes de verano y
divirtiéndome en la playa con
la tribu de la facultad.Y en el
centro, en una más grande,
abrazada por Germán. Fue
en ese momento, con la
mirada perdida en el
infinito, cuando entendí
todo. Los labios se me
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