C
reo en los milagros y me asustan
ya muy pocas cosas. Sin embargo,
igual que rezaba de niña en pijama
para ahuyentar
miedos, si esta
noche quiero seguir escribiendo
necesito antes imaginar lugares exóticos, paraísos
con playas de aguas frágiles, arenas blancas y sol
protector. Mientras mis dedos tiritan sobre el
teclado.
Aquella tarde fui al cementerio con ella en una
mano y las rosas en la otra. Por el sendero de
cipreses me topé con un entierro anónimo. El
anciano capellán recitaba sus plegarias ante el
ataúd. Bajo el chirimiri, con el gorro calado hasta
las orejas, observé la ordenada parafernalia del
adiós, ornamentos, hisopo con agua bendita, misal...
Y la pulcritud con que el cura, en cuanto puso fin a
las letanías, guardó todo en una vieja maleta de
cuero. Del estilo de la que yo llevaba, aunque
supuse que de orígenes muy distintos.
Allí mismo recordé cómo la que yo sostenía
sedujo mi mente novelera en cuanto la descubrí
sobre el cansino tiovivo de la cinta de equipajes.
Una maleta vetusta pero elegante, una valija de
fuelles de piel oscura con pegatinas de destinos
lejanos y la correa de hebilla como cinturón de
castidad. Con esa distinción propia de los equipajes
de entreguerras, cuando los portaban tahúres
malcarados, frailes de capas raídas, damas
herméticas y aventureros de rumbos inciertos.
En aquella sala techada de luces
cegadoras la procesión de
bultos giró hasta que
mis compañeros de
avión tomaron cada
cual el suyo. Al
detenerse el motor de
arrastre el ambiente
viró a un silencio árido.
Quedé sola en medio de
la terminal, asida al carrito. Con mi cabeza
ocupada todavía por las mismas dudas que antes
de huir hacia aquella semana de reflexiones
íntimas disfrazada de congreso
profesional. Frente a mí la
valija que a nadie
interesaba y que, huérfana
y plantada sobre la cinta,
parecía interrogarme sobre
su futuro. Como yo sobre el paradero de mi
Samsonite
. Al aproximarme pude reconocer el
colgante con los datos del dueño. Los leí y mi
corazón se paró entre dos latidos. La misma
etiqueta que rellené antes del viaje y que después
quedó sujeta al asa de la
Samsonite
. Pendía a su
lado otra más grande de la compañía aérea, y en
ella, impresos con letra diminuta, mi nombre y
los datos de vuelo y embarque.
Consideré todas las explicaciones posibles, hasta la
más sedante, la de que estuviera soñando.Ante tal
opción necesitaba alguna prueba tangible de la
realidad. Muy nerviosa, abrí mi bolso en el que
horas antes había metido las llaves de la maleta y
rebusqué de un lado a otro. No di con ellas. Hice
inventario. Encendí el teléfono móvil y acerté a la
primera con la contraseña. ¡Menos mal!, yo seguía
siendo quien creía ser. Cartera, guantes, mis
imprescindibles barritas dietéticas, cigarrillos,
pañuelos, bolsita tocador...Y las entradas para el
musical al que Germán y yo íbamos a asistir
cuando él regresara de visitar a su familia. Pero de
las llaves ni rastro. Sin
pensarlo dos veces
agarré de un
zarpazo la
valija y me
largué de allí.
Una vez en
casa conecté
las luces y puse
la valija en una
esquina del salón, sin
Rafael Borrás
8
Pliegos de Rebotica
2019
PREMIOS AEFLA 2018
Doble fondo