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Pliegos de Rebotica
2016
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Rafael Borrás
E
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n la última hora de oscuridad el aire
olía a hierba mojada y a verano tardío,
y la brisa, fresca e indolente, empujaba
en el cielo rumbo al norte unas nubes
albinas. Me ajusté los cordones de las
zapatillas, puse en marcha el pulsómetro e inicié,
a trote cómodo y siguiendo la fila de farolas, el
recorrido acostumbrado. La primera de las
cinco vueltas al campo de golf, por la acera que
señala sus límites. Mientras, en el borde del lago
las ranas croaban sin compás definido, y entre el
césped los conejos eran pequeños bultos
vivarachos y sigilosos punteando el claroscuro
previo al amanecer.
Había un utilitario detenido en una esquina,
junto al arriate en el que falto de riego y afecto
malvive desde siempre un naranjo borde.
Dentro del coche una mujer joven se retocaba
el maquillaje ante el espejo del quitasol.
–Buen día, amigo– saludé al naranjo. Por hablar
con alguien.
En la segunda vuelta, vi
que la mujer vertía
líquido de un termo
a un vaso de plástico
y se lo pasaba a un
hombre sentado a su
lado. Cerca, una moto
aparcada. El sol ya se
había impuesto por
completo a los
últimos vestigios de
la noche.
En la tercera me dio
tiempo a fijarme lo
suficiente como para
sentirme testigo
involuntario de una cita
difícil de clasificar.
Bebían a pequeños sorbos, mojaban galletas,
sonreían.Ajenos al entorno, se miraban con una
afección despreocupada, con esa paz singular
que transmite la suavidad por dentro y por
fuera de ciertas personas. En su acogedor
habitáculo todo en ellos era mudo. Íntimo. La
brisa había derivado hacia un robusto vientecillo
que agitaba las hojas del naranjo anacoreta, y
algunas gotas persistentes de rocío lagrimeaban
sobre el capó. Ranas aparte, el silencio crujía.
–Café para dos –reflexioné–. Los desayunos son
igual que los hogares, de lejos se asemejan, de
cerca huelen diferente.
Al pasar en la cuarta vuelta, el hombre salía del
coche para despedirse con un beso fugaz por el
hueco de la ventanilla a la vez que unos dedos
largos y frágiles le recomponían el flequillo.
Luego desapareció sobre su moto.
En la quinta, junto al árbol no quedaba nadie.
Desde entonces y con pocas variantes la
situación se repitió con puntualidad monacal.
Descubrí en ellos gestos que dejaban pocas
dudas. El cariño, como el dinero, es difícil de
ocultar. No parecía una relación pasional,
impetuosa, desmedida. Sin embargo, nunca antes
había detectado un espacio abierto tan cerrado
para dos personas.
–¿Qué opinas de estos dos– me dio por
preguntarle un día al naranjo. Por toda
respuesta, una rama cimbreó con cadencia
musical.
Por Navidad quedé en
verme con una amiga
escritora que vive cerca.
Comimos en un
restaurante de su pueblo.
Reparé en la camarera. La
joven de los desayunos
clandestinos. No me
reconoció, yo a ella sí.
Inconfundibles sus
manos aristocráticas de
uñas con manicura
francesa. Dos pájaros de
Cinco
vueltas