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Pliegos de Rebotica
´2015
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Beatriz Aznar Laroque
Cuando
lloran las campanas
S
alían del pueblo casi al ama-
necer. Eran dos chiquillos de
unos doce años, vigilando
cada uno su grupo ovejas.
Los vecinos cuando les oían,
incorporaban las suyas al rebaño, así
se había hecho siempre en aquella
pequeña aldea de montaña.
Una vez en el monte, Miguel y Feli-
pe cuidaban de no mezclarlos y les
hacían pastar en zonas separadas.
Contaban con la ayuda de unas cuan-
tas con cencerros, que con sus bali-
dos, dirigían los rebaños.
En la hora del almuerzo, cuando
compartían la comida de sus zurro-
nes, hablaban de sus sueños, de sus
proyectos, de lo que harían cuando
acabaran los tiempos duros de aque-
lla postguerra que se les hacía tan dura y tan larga.
Mientras charlaban, encendían una pequeña hogue-
ra para calentarse, porque abril vino con frio aquel
año, aún se veía nieve en las cumbres…
– Yo seré trashumante–, decía Miguel, podré reco-
rrer el camino desde Extremadura y dormiré en
los chozos de Orguijo, como los pastores de Bra-
ñosera o al raso. Me gusta el pastoreo y me gusta
mirar el cielo de noche y localizar por sus nom-
bres las estrellas de las que tanto habla mi abuelo.
– Yo iré a la mina–, le aseguraba su compañero. Mi
padre cuenta que fue el párroco de nuestro pue-
blo, Don Ciriaco, el que descubrió la cuenca de la
hulla. Volvía andando de Aguilar de Campoo, cuan-
do cerca de Barruelo, encontró unas piedras ne-
gras. Era muy curioso, le gustaba investigar, así que
las recogió y al llevarlas al fuego, comprobó que
aquello ardía y conservaba el calor. Era en 1838.
Hace más de cien años, en el pueblo cuentan que
entonces empezó a prosperar la zona.
El final de la guerra, dos años ya, fue el principio
de otra lucha, la de salir adelante, y los habitantes
del pueblo trabajaron para mejorar su fututo. Atrás
se iban quedando los recuerdos tristes y el miedo
a las bombas.
A veces, Miguel y Felipe soña-
ban que aquello no había aca-
bado y sentían el ruido de las
armas y el olor a pólvora. Y al
despertar, cuando veían que ya
había no había guerra, se sen-
tían aliviados.
Bajo la dirección del más de-
cidido de los hombres del pue-
blo, al que nombraron alcalde,
se reconstruyó el puente ro-
mano y los muros de la iglesia
que habían quedado muy daña-
dos, y la torre y el campana-
rio.También hicieron un horno
nuevo de piedra, en el que por
turno, las mujeres, cocían el
pan, incluso, a veces, galletas y
bizcochos.
Se cuidaron las pequeñas huertas caseras de nue-
vo, y amistosamente compartían las eras en donde
se volvía a trillar. Poco a poco volvía la paz a sus
vidas.
Trabajo en el campo había para todos, pero daba
poco y algunos de los jóvenes eligieron ir a la mi-
na de hulla que, a unos ocho kilómetros del pue-
blo, había vuelto a funcionar. Era también duro, pe-
ro tenían mejor jornal… y también más peligro.
Hasta el señor cura colaboró en las mejoras del
pueblo y en reparar los daños del interior de igle-
sia. Un día llamó a Miguel y a Felipe cuando volví-
an del pastoreo.
–¿Queréis ayudar a misa?
Los chicos no contestaron, no les apetecía la ofer-
ta.
–Si me ayudáis os enseñaré todos los toques de
avisos que pueden dar las campanas, será como
aprender música, mejor que la que oís a las ovejas
cencerras.
Eso era otra cosa. Dijeron que sí.
El aprendizaje alteró un poco la vida del pueblo, pe-
ro a ellos les encantó el lenguaje de las campanas.
Las hacían sonar colgándose de la cuerda unida que
unía al badajo y tirando de este, a veces parecía que
iban a salir volando a través del ventanuco de la to-