Revista Pliegos de Rebotica - Nº 123 - Octubre/Diciembre 2015 - page 14

rre. Pesaban poco, eran chiqui-
llos de los que habían pasado
hambre. Aprendieron pronto,
llegaron a ser expertos. Ahora
ya sabían que….
“Repique” era un toque alegre,
para los días de fiesta.
“A rebato” era desorganizado y
avisaba de algún peligro.
“EL Ángelus” tres golpes de
campana y después un grupo de
nueve o diez golpes.
“A concejo” ahí mandaba el al-
calde.
“De queda”; una sola campana al final del día, y
así sucesivamente.
“De fuego” y de “De difuntos” eran los que me-
nos les gustaban.
Más o menos bien estaban regresando a la nor-
malidad, a vivir en paz.
Pero aquella mañana de abril llegó rompiendo esa
normalidad.
Sería el mediodía cuando se oyó un trueno o…
¿no era un trueno?
Miguel miró al cielo totalmente azul.
– Se prepara una tormenta, sin embargo… no se
ve una nube.
– Será un barreno, se ve humo sucio… pero allí
no hay canteras, comento su amigo.
Una segunda explosión, otra humareda, y la apa-
rición de llamas les hizo entender lo que pasaba.
– ¡Es la mina!, ¡una explosión de grisú!
Casi en ese momento se dispararon las sirenas y
se oyeron las campanas de las iglesias cercanas a
la cuenca minera.
Desde donde estaban no veían bien el desastre y
empezaron a subir monte arriba, pero ya bajaba
hacia ellos el pastor que apa-
centaba un rebaño en la zona
alta. Era un hombre mayor, ca-
noso, con barba, de aspecto
fuerte y movimientos agiles. Se
abrigaba con una zamarra de
piel, llevaba una cachaba fabri-
cada artesanalmente, y un cor-
derillo recién nacido al hom-
bro; parecía un patriarca del
Antiguo Testamento.
Había llegado de Cantabria años
antes con las ovejas y repetía el
viaje todas las primaveras. Acam-
paba en los chozos en lo alto del
monte, los mismos que servían
de vivienda a los trashumantes.
Los chicos le conocían y le res-
petaban, eran amigos.
–No subáis– les dijo,
–Id al pueblo y colgaos de las
campanas y hacedlas sonar lo
más fuerte que podáis. Tocad pa-
ra que se entere toda la comar-
ca. La mina va a necesitar la ayu-
d a d e mu c h a s ma n o s . L a s
cencerras y yo vigilaremos los rebaños.
Ahogándose por la carrera, entraron en el pueblo
y sin pararse les gritaban la noticia a todos los
que salían a su encuentro. Nunca se les había he-
cho tan altas y tan pesadas las escaleras del cam-
panario. Llegaron tiritando y sudando a la vez, y
se miraron interrogantes.
– ¿Habrá un toque especial para las minas?
– No creo. Lo que hemos oído era “A rebato”…
vamos allá.
Un redoble desesperado llegó hasta el último rin-
cón de la comarca, y mientras las campanas iban
al vuelo y sin saber muy bien que les ocurría, a
los dos pastores–monaguillos, se les llenaron los
ojos de lágrimas.
Era el 21 de abril de 1941. Een la cuenca minera
palentina, al sur de la Cordillera Cantábrica, en el
pozo Calero, el más mortífero de la mina de San-
tullán, una explosión de grisú a la una de la tar-
de, acabó con la vida de diez y ocho mineros. Ca-
si todos muy jóvenes, entre 17 y 20 años.
Todas las campanas de las aldeas cercanas dobla-
ron por ellos.
A partir de los años sesenta del siglo pasado em-
pezó la decadencia de las minas. Poco a poco se
fueron cerrando las explotaciones, hasta que en
2014 el cierre fue total.
La minería había llevado
a la zona cambios en
economía, demografía y
hasta en los trasportes
ferroviarios. Había lo-
grado enriquecer la co-
marca.
Por cierto Felipe, no tra-
bajó nunca en la mina.
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