le reiteraba su amor, pero
su adiós.
Humberto Selices había
recorrido ya más de
medio mundo, aunque
siempre con la memoria
volcada sobre el Caribe y
parte de su alma
surcando el río
Magdalena, embarcado
en aquellos buques de
tres pisos que
atravesaban los pueblos de la
ribera: Magangue, Banco,
Calamar... Su voz era envolvente, casi
rítmica, y en ocasiones parecía sumergirse en las
aguas de la infancia, donde se impregnara de ese
acento mágico y porteño a música y azar. A
menudo evocaba los caminos andados, los mares
que lo habían balanceado, los paisajes verdes o
nevados, sabedor de que su propio existir se
había convertido casi en leyenda. Tan sólo una
vez, me confesó cuánto había sentido no conocer
los desvaríos que otorga el corazón. Recordaba
las palabras de su abuela "es la única experiencia
que uno no debe dejar escapar en vida", y
sonreía después, convencido de que se habría
rendido a él, a ese desorden, a esa guerra donde
ganas desarmado, a ese huracán que nos acerca a
lo desconocido.
Él, que había derramado su
delirio entre muchas mujeres
y ciudades, había tragado a
sorbos el sudor amargo que
desprende la piel en la
derrota, la sal que traen las
heridas del mar hasta la orilla,
pero nunca había entornado
los ojos como lo hacen los
enamorados, la mirada
perdida, los párpados
atravesados por el color fugaz
de una isla al mediodía.
Comenzaba a comprender
que llegaba el momento de no
esperar a nadie, de acomodar
la costumbre y el pasado e ir
remendando lentamente todo
el futuro posible. En
ocasiones, se colaba por entre
sus venas un desconsuelo
pretérito, una velada amargura
que teñía sus tardes de un nuberío tenue y
grisáceo.
Humberto Selices arrastraba desde su infancia
una peculiar costumbre: había aprendido a saldar
sus cuentas con la melancolía mediante una hilera
incontrolada de dulces, bombones, caramelos...
que le ayudaban a enterrar los sinsabores bajo el
manto de azúcares salvadores, cacaos y
chocolates quitapenas, almendras de aroma feliz...
El paso del tiempo no había borrado aquel
remedio -hecho después devoción- y era
inevitable verlo envuelto, atrapado por el gusto
de anises, trufas, piñones que lo devolvían a sus
gestos y maneras de siempre.
Nos acostumbramos poco a poco a su presencia,
a la calidez de su compañía. Iba y venía, capaz y
diligente, cumpliendo el quehacer diario lleno de
voluntad: piropeaba a los geranios y azaleas,
disponía si era preciso podar los limoneros,
sacaba agua del pozo para elaborar toda suerte
de platos, hostigaba a los moscones vespertinos,
elegía la hierbabuena más fresca para las
ensaladas...
Bajo la luz de un atardecer desmemoriado,
Humberto Selices regresó con la cesta de la
compra vacía, y sin apenas esbozar un saludo,
corrió hasta la estancia colindante a nuestra casa,
donde apuraba quedamente su intimidad. Flo me
miró extrañada, dibujando en
los labios una pregunta
imposible, una manera de
acercarse hasta él y sacarle
una respuesta. No atendió a
nuestra llamada ni a la
insistencia con la que
golpeamos su puerta para que
nos acompañara a refrescar el
anochecer con un vaso de
vino. Aquel día, Flo se había
atrevido con un pastel de
zanahoria y ni tan siquiera
hicimos ademán de probarlo,
como si su ausencia restara
importancia a lo que allí
hacíamos o decíamos. Los días
posteriores a su repentino
cambio de actitud pasaron
también para nosotros de
forma inquietante. Su silencio
parecía espesarse al par del
calor sofocante que
soportábamos. No renunció
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8
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