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Pliegos de Rebotica
´2015
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“¡Y tú Belleza que te vas, detente un momento,
y di tus últimas palabras en silencio,
que yo me inclino ante ti
y alzo mi lámpara para alumbrarte en tu camino!”
(Rabindranath Tagore)
Aurora Guerra
L
L
a posesión de la belleza es una de las
más unánimes aspiraciones del ser
humano. No obstante, pocos
conceptos han sido tantas veces
definidos y en tan exiguas ocasiones
consensuados.
Leonardo de Vinci y Alberto Durero, entre
otros, apostaron por una dimensión objetiva,
mensurable, basada en la existencia de unas
proporciones equilibradas. Pero, ¿cuántos de
nosotros podríamos inscribirnos en el círculo
perfecto del
homúnculo
sin serias dificultades?
Muy pocos, ciertamente.
Inmanuel Kant, más permisivo, dibujó un perfil
para la belleza flexible y subjetivo, que admite
todo tipo de supuestos: “bello es lo que
complace”.
Gracias a este
enunciado, los varados
en la orilla del río
exclusivista y
discriminatorio que es la
hermosura, pueden
afirmar sin rubor, que
ellos también son bellos.
Claro está, si es que logran
complacer a alguien.
Y casi siempre es posible.
Porque para un observador
amable y predispuesto existen
enormes narices “con
personalidad”; ojos diminutos de
“mirada inteligente”; pies
desproporcionados de “andar
seguro”; cuerpos obesos
“robustos y contundentes”; piernas
esqueléticas “elásticas y elegantes”; bocas
asimétricas “de sutil complicidad” o manos
huesudas “vitales y creativas”.
¿Dónde está la palanca que hace que las
imperfecciones asciendan de categoría? ¿De
donde dimana la capacidad de transformar lo
feo en atractivo? ¿Cómo pudo Cleopatra,
calva, de nariz aquilina y cuerpo anodino,
enamorar a hombres ahítos de riqueza y
poder?
La respuesta es obvia: todo depende de la
belleza interior.
Hay algo más allá de lo visible, de lo palpable,
con capacidad de cautivar. El aura que confiere
la inteligencia, la generosidad, la vitalidad o el
amor, visten al individuo, le transfiguran, le
hacen otro. Frente a la excelencia del alma, las
imperfecciones físicas se difuminan, se
minimizan, desaparecen.
Una amiga mía, cuando le preguntan si no le
acompleja la colosal cicatriz que cruza su
pecho, responde con cierta ironía:
-El que va deprisa, no la ve.Y al que va despacio,
no le importa…
Ese es el verdadero
prodigio. Pero no
olvidemos que a la belleza
interior hay que mimarla,
cuidarla, cultivarla, hacer
que crezca. Hay que
ejercitarse con dedicación y
celo en la empatía, la
comprensión, la ternura, el
perdón. Porque además de ser
cada vez más bellos, podemos ser
más felices.
Hagan la prueba. Es gratis
y merece la pena
intentarlo. ¿No creen?
Pues eso.
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Al que
va despacio…