D
D
ecía mi padre
–hace ahora
veinte años que
dejó este bendito
planeta aunque,
desde luego, sigue apoyando a
toda la familia–, que no me
metiera en líos que a nada
conducen, que mejor llevara
una vida tranquila y no me
buscara sobresaltos añadidos,
que sin título de letrado, no
me convirtiera en abogado de
pleitos pobres y que casi
ninguna de las causas perdidas
merece demasiado la pena.
No puedo evitar, sin embargo, un cierto deje de
enfant
terrible
, meterme donde no me llaman y hundir, de
forma de sanear heridas imposibles.
Confieso que no he estado en New York, si bien ya
se ha confirmado que la madrileña Gran Vía se le
parece mucho. En consecuencia, nunca vi con mis
propios ojos el panorama desde el puente de
Brooklyn que describía en su descarnada obra
teatral el extraordinario Arthur Miller: conflictos
personales y pasionales mezclados en un cóctel
explosivo con la problemática de inmigrantes y
estibadores portuarios; como se ve, cuestiones de
palpitante actualidad. Lo de menos es el continente
en el que se sitúe la acción.
Pero yendo al grano del tema que ocupa este otoñal
sol de medianoche, no parece que el panorama de las
artes y las letras en nuestro país sea demasiado
optimista. Las reivindicaciones sobre el IVA, la
identificación de la inmensa mayoría de los artistas con
una determinada facción política, el respeto absoluto a
lo políticamente correcto, la falta de imaginación o
ideas novedosas y la burocracia que todo lo aletarga,
están impidiendo la aparición de nombres nuevos, de
propuestas creativas y originales, del fomento de
iniciativas que nadie parece ofrecer.
Es posible que todo esto forme parte de la
decadencia social de una determinada cultura; a veces
pasa también con las profesiones, las religiones o los
clubes deportivos, pero desde
la atalaya de este hipotético
puente ofrezco la modesta
resistencia del que no se
conforma. No me gusta que no
se respeten las reglas en las
convocatorias de premios, que
de antemano casi se sepa quién
se va a llevar el gato al agua,
que no haya sangre nueva que
participe porque ni siquiera
conoce la existencia de unos
concursos suficientemente
atractivos y unos
patrocinadores leales a los que
apenas se les reconoce el esfuerzo.
Es posible que España vaya bien; pero está claro que no
en todo. Es precisa la autocrítica.Tal y como ahora se
dice, hay que poner en valor lo que se tiene, pero
también hay que estimular al que propone ilusión,
novedad y entusiasmo.
Las sociedades que degeneran se pierden en papeleos,
cédulas y pólizas; permisos para esto y para lo otro;
estar pendientes de la subvención que no se busca,
pero que se espera caída del cielo; no intentar un
nuevo proyecto por si resulta que al final sí que sale y
tengo que trabajar más de la cuenta.
Es muy posible que el atrevimiento y el desparpajo
sean patrimonio natural de la juventud –
divino tesoro
,
desde luego–, pero las generaciones más maduras no
debemos olvidar los buenos tiempos, ni las ganas de
hacer cosas. Si nos puede la abulia y la falta de
compromiso real, mejor dejar paso a quienes aporten
esa chispa que siempre hace falta para asegurar la
vitalidad y la carburación adecuada en una máquina
que ahora parece amenazar con su parada definitiva.
Miller en su panorama neoyorkino no especula con
las miserias humanas y las ofrece de forma
descarnada.Vincula, de manera dramática, al viejo
desilusionado y protestón con el atractivo, casi
insultante, de una juventud que no se para en
menudencias. Hay contacto entre lo antiguo y lo
nuevo, chirrían las bielas y se rompen moldes y falsas
apariencias.
48
José Vélez García-Nieto
●
Pliegos de Rebotica
´2017
●
SOLES DE MEDIANOCHE
1
1
En el Sol anterior se escapó una errata imperdonable al calificar a don Francisco de Quevedo como el fénix de los ingenios cuando todo el mundo sabe que
ese título le corresponde en exclusiva a don Felix Lope de Vega y Carpio. Error imperdonable por el que pido disculpas a los lectores y al propio Lope.
Arthur Miller
Panorama
desde el puente