Pliegos de Rebotica - Nº 114 - julio/septiembre 2013 - page 9

P
de Rebotica
LIEGOS
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PREMIOS AEFLA 2012
oyente a que tal vez uno de los personajes de
menor categoría de los cuentos en liza,
probablemente el último mono, fuera
tocayo suyo. El muchacho, al oír los
latidos de diferentes relojes, sentía una
gran fascinación y el batir de los
péndulos le infundía armonía,
serenidad y rigor. En esas
comparecencias era un convidado de
piedra y, si no abría la boca en ellas,
no era por apocamiento sino
por su gran veneración hacia
los mayores.
Miguel ofició de monaguillo
a las órdenes de un párroco
llamado Obdulio. Una
tarde, algo antes de la
hora del Rosario, don
Obdulio sorprendió a su
acólito Miguelito en la
sacristía perpetrando una
gamberrada que no tenía
perdón de Dios. El chiquillo
estaba tratando de encerrar a
un gato en un cajón de la cómoda en el que se
guardaban las dalmáticas más flamantes. El
padre Obdulio preguntó, por puro formulismo,
a su subordinado a qué venía aquello.
Ignoramos si Dios perdonaría de buen grado
esta falta, pero el rapaz demostró poseer unas
facultades fabuladoras parangonables a las de
Gabriel García Márquez, un humor
emparentado con el de Chesterton y una
oratoria que nada tenía que envidiar a la de
Emilio Castelar. El comprometido muchacho
le explicó a su superior que con esa maniobra
pretendía aniquilar a un ratón que estaba
acantonado en aquel espacio y que ese roedor
no era un animal vulgar, sino un aborrecible
siervo de Lucifer, y que el gato gozaba de la
protección celestial para llevar adelante su
cometido, pues había sido aspergido con agua
bendita. Verdaderamente el monago era un
cínico de alta graduación, puesto que había
intentado materializar un proyecto canallesco.
El gato en cuestión atendía por Lucifer y era
un bandido consumado que cumplidamente
hacía honor a su nombre. Ciertamente había
recibido agua bendita, pero el líquido santo
no había llegado él por aspersión, sino porque
Miguelito sumergió al felino a las bravas en la
pila de cristianar. En la cómoda no se
cobijaba ningún ratón, pero todos los
monaguillos apodaban a Obdulio
“Ratón de Confesonario” y en el
cajón en cuestión yacía la
vestimenta que más agradaba a ese
cura. El párroco quedó tan
deslumbrado por la respuesta del mocoso
que le dio tres indulgentes cachetes, para
cubrir el expediente, y también entró en
tratos con él. Don Obdulio era un
aceptable ministro del Señor, pero sus
sermones eran unas birrias
descomunales, y eso le afligía mucho. La
Divina Providencia acababa de echarle una
mano asignándole un monaguillo capaz de
admirar a un parlamento, y era obligación
suya aprovecharlo. Desde aquel día, Miguelito
se encargó de hacerle los sermones a don
Obdulio, y la fama de éste creció
exponencialmente. Hasta de los pueblos más
distantes de la comarca acudían los fieles para
oír las palabras de aquel enviado del cielo. El
pacto que sellaron Obdulio y Miguel consistía
en la aceptación de las tarifas del segundo por
sus servicios al primero. Se acordó el pago de
un duro del sacerdote al laico por cada
sermón de olé que hiciera este último. Tal tipo
de pieza oratoria era una homilía dominical
no especializada de unos veinte minutos de
duración, y con la fuerza y majeza necesarias
para provocar ovaciones por parte de los
lugareños. Para otro tipo de parlamentos, el
precio podía subir. Si se trataba del sermón de
la fiesta mayor de un pueblo con un santo
patrono anodino, el importe se duplicaba y, si
de una boda de ringo rango se trataba, no
bajaba de los cinco. En cuanto a los
funerales el chaval cobraba más a
mejor posición económica del
finado. Si el difunto era un
pobre de solemnidad,
renunciaba al cobro de
sus derechos de autor,
pero no por ello
descendía el tono del
sermón. Era común en
los pueblos que, en las
festividades religiosas
importantes, ocupara el
púlpito un predicador
forastero de
reconocido
prestigio. La nueva
carrera de Don Obdulio le
Laboratorios Cinfa
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