Pliegos de Rebotica - Nº 114 - julio/septiembre 2013 - page 3

H
a sido el verano tiempo de viajes y de encuentros
y este año volví a visitar a una antigua amiga: La
Mancha. Y ya antes del encuentro aparecen las
señales de su presencia. Cuando se va llegando se
acercan como una bienvenida las líneas
geométricas de las viñas y los surcos del paisaje,
esos mágicos dibujos del campo, con su escritura
misteriosa, verde, marrón y ocre, lineal y
sugerente. Más adelante, el rayo blanco y vertical
de los molinos, bailando a veces una danza de
nieve, desnuda y encendida. Y un cielo limpio y
exacto como los ojos de un niño te cubre y te
recibe. No es una casualidad lo agradable de estos
colores ocre y marrón que te acompañan. En la
simbología de los colores son el símbolo de la
casa, de la patria, de lo acogedor. Es el color
preferido de los emigrantes porque recuerda la
tierra madre.
Y se llega a los molinos, esos monumentos de
blancura inocente tan llenos de energía en su
interior; tan llenos de belleza y alegría por fuera.
Yo he estado viendo cómo funciona uno de ellos y
fue una experiencia irrepetible. El olor recio y
campestre de la madera te envuelve, la forma
circular que en todas las culturas de la humanidad
tiene un sentido mágico, te da una sensación un
poco irreal. En ese momento un sonido profundo
te avisa de que algo especial va a suceder y
entonces, el crujir sin fin del techo y la trepidación
del suelo a tanta altura, te hace creer que es una
nave mítica y mágica, que el viento llenará sus
velas y que va a emprender viaje hasta perderse en
un mundo nuevo y asombroso. No sé cuánto
tiempo estuve allí, pero recuerdo que aprendí
nombres de vientos que
sólo unos pocos
conocen, de vigas
potentes y de
formas de mover increíbles mecanismos. Y
nombres, olor y ambiente me producían la
sensación de estar inmersa en un tiempo diferente,
en una magia antigua y poderosa en la que las
palabras sonoras, nunca oídas antes, me llevaban a
formar parte de la sabiduría ancestral de unos
pocos elegidos.
Blancos. Son blancos como el vuelo de los
ángeles, como la luz de la verdad, como el alma de
los recién nacidos. Forman parte de la vida y de
los sueños, de la cultura y el mito, de la ciencia y
de la imaginación. Y son redondos, como el
círculo de los iniciados, como el recorrido de los
planetas, como la pupila de la persona que
amamos. Son el icono que nos representa en todo
el mundo y que todo el mundo identifica con
nosotros.
He dicho que desde su interior parecen una
nave dispuesta a emprender viaje. No me
equivoqué, porque La Mancha es como un mar de
tierra ancho e inacabable. Es una llanura con
vocación de mar. Mar ancho, cambiante con las
estaciones y los cielos. Severo en invierno y lleno
de bienaventuranza en primavera. El jaramago
florece de pronto e inunda ese mar de amarillo, de
oro vivo, mientras que de vez en cuando las
amapolas emergen como un relámpago rojo. Es un
mar florecido de flores silvestres y puras. Rojo,
verde y amarillo, como reflejado por un pintor que
viera más allá de la superficie de las cosas y
encontrase la sustancia vital del paisaje de ese mar
o su espíritu escondido.
Pero también hay otro mar que nos trae el
verano. Mar de vientos, mar de viñas, mar de
manos laboriosas. Y aún hay otro. Es el mar sin
mar del horizonte. Es el mar de la Mancha. Mar
de mitologías lejanas, mar sin nombre. En él caben
todas las leyendas y descansan en él todos los
mitos. Mar inmóvil de latido grave. Mar abierto a
todos los vientos y a todos los sueños. Gris,
ambiguo e inaccesible, nos avisa de que no es
cierto todo lo que vemos, pero que también lo que
no vemos a veces puede estar cerca.
P
de Rebotica
LIEGOS
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CARTA DE LA DIRECTORA
Margarita Arroyo
Verano y
La Mancha
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