Pliegos de Rebotica - Nº 114 - julio/septiembre 2013 - page 10

obligó a recorrer toda la diócesis
acompañado por su ayudante. Allá donde
llegara esa pareja, ascendía la presión
emocional de los feligreses presentes en
la función religiosa. Miguel fue
cumpliendo años, pero el padre
Obdulio no quería que dejase de auxiliarle.
En vista de que no era factible conservarlo
indefinidamente como monaguillo, le hizo
ayudante de sacristán. Cuando Miguel
accedió a ese cargo, ya ambicionaba ser
torero y en los periplos que hacía junto a
su pastor se ovacionaban sus obras, lo mismo
en la iglesia que en la plaza. El obispo estaba
maravillado de que por fin el Paráclito
hubiese decidido iluminar al pobre Obdulio.
En una ocasión, un novillo propinó una
descomunal paliza al ayudante del sacristán.
El infeliz muchacho salió de la casa del
médico con el grotesco aspecto con que lo
hacían los accidentados saineteros, es decir,
con todo el cuerpo vendado y con una bolsa
de hielo en la cabeza. El aprendiz de torero
sufrió un parón en sus dos oficios, y Obdulio
Crisóstomo se sintió tan afligido que desistió
predicar la palabra de Dios durante todo ese
tiempo. El torerillo se había hecho el
propósito de darse a conocer en los ruedos
con el sobrenombre de El Monaguillo, pero le
ganó la mano un muchacho malagueño y tuvo
que desistir. Doneque era el nombre de un
personaje de las historias de Miguel Lugones
y tenía varios dones. Era valiente, alegre y
honrado. Don Obdulio, tal vez el más
conspicuo admirador de los cuentos de su
amparador, disfrutaba ante los nuevos
episodios que a cualquier hora le escuchaba.
Llegó el día en el que Miguel tuvo que dejar
su dedicación religiosa y su querido párroco
comprendió que la separación era inevitable.
Durante la etapa anterior había aprendido a
construir sermones. Tal vez ese cura no
supiera dar un toque tan emotivo a sus piezas
como Miguel, pero podía hablar un cuarto de
hora, media hora o dos horas de San Nicanor,
de hacer falta. Le dio su bendición al chico y
le aconsejó que luciera el nombre de
Doneque, puesto que también era valiente,
alegre y honrado. Miguel no sintió ningún
reparo en seguir la indicación del eclesiástico
y responder a Doneque en lugar de a Miguel,
pues a fin de cuentas se lo había aconsejado
un cura que no era otro que el sucesor de
aquél que en su día le había administrado el
primer sacramento.
Después de este hecho no hubo de pasar
mucho tiempo para que el joven se
emancipara también del Templo de
Cronos. A él continuó acudiendo, a
pesar de haber crecido y dejar de ser
un monigote ante los otros asistentes.
Sin embargo, disfrutaba en aquel ágora
como el primer día y no hubiera faltado
a una sola de las sesiones de haber podido,
pero un día surgió el imposible que no fue
otro que su padrino, con cincuenta y cinco
años, decidió levantar sus reales y emigrar a
Argentina. La última reunión fue muy
emotiva y, al terminar, Miguel Ángel le dio un
consejo y un reloj a su ahijado. Le dijo al
joven que había permanecido anclado en su
terruño hasta aquel momento por sus
obligaciones como padrino, dado que el padre
de Miguel murió cuando el chaval contaba
nueve años, pero que, al verlo tan maduro,
consideraba que habían expirado las razones
que le obligaban a tutelarlo. Le regaló un reloj
de sobremesa francés y le exhortó a que
tratara de ser tan preciso en todos los actos de
su vida como la marcha de dicho ingenio. No
sabemos si esa meta fue alcanzada por
Doneque, pero lo cierto es que su tempo en
todas sus acciones fue lo que más admiraron
quienes le conocieron. Fuera cual fuese el
temperamento del toro que hubiera de parear,
sabía reunirse con él en el momento mágico
en el que más brillara la suerte. Jamás llegaba
antes o después del instante más adecuado al
encuentro. También conocía el segundo ideal
en el que tenía que producirse el desenlace de
cualquiera de sus narraciones para fascinar
más a sus oyentes.
P
de Rebotica
LIEGOS
10
premios
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