FARMACÉUTICOS N.º 388 -
Octubre
2013
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CON FIRMA
A
vanza la caravana envuelta en un viento de oro y fue-
go. Viaja sobre las dunas. Olas de arena que añoran el
mar. Desnuda la tierra, desprovista de sombra. Los ojos
oscuros de los altos tuaregs, señores del desierto, asoman tras
sus velos azules cabalgando sobre veloces corceles. Géli-
das noches, tormentas de arena y espejismos. Al descansar la
mirada en la nada, el alma del desierto se manifiesta mientras
se pone el sol. Y va llegando el silencio en la noche tachona-
da de estrellas. Malhumorados e indolentes camellos descan-
san junto a las tiendas de las tribus bereberes. Así es la ima-
gen del desierto que nos dejaron los escritores, aventureros y
exploradores de siglos pasados: Lawrence de Arabia, Gertrude
Bell, Gustave Flaubert, Guy de Maupassant, Durrell, el con-
de Almásy, que inspiró la película
El paciente inglés
, o Agatha
Christie. Ellos quedaron cautivados por la magia del entorno
y por las viejas leyendas relatadas al amor de las hogueras.
El desierto del Sahara, el más extenso del planeta, es de
tipo tropical. El más árido, el de Ataca-
ma, en Chile. Los hay costeros, de latitu-
des medias o de monzón. Fríos como el
de Gobi o polares como los de la Antár-
tida y Groenlandia. Existen algunos de
gran belleza, como el Arches Natio-
nal Park, sito en Utah (EE. UU.), donde
unos 2.000 arcos naturales, producto de
la erosión, se yerguen orgullosos, o el de
Arenas Blancas en México, cuyas dunas,
enormes y relucientes, son de arena de
yeso natural.
Según el legendario escritor de viajes,
Paul Bowles, en el desierto
“no queda
nada, excepto tu propia respiración y el sonido de los lati-
dos del corazón”
. La soledad del desierto simboliza un lugar
de paz y contemplación adecuado para el encuentro con Dios.
Este sentir la eternidad en un lugar donde no hay más que are-
na, sol y viento ha influido sin duda en el origen de las gran-
des religiones monoteístas: cristianismo, judaísmo e Islam.
El desierto de Judea guardó el secreto de los esenios duran-
te 2.000 años, los manuscritos del Mar Muerto, que se encon-
traron junto a un mar donde es imposible la vida, dado su alto
nivel de salinidad. En contraposición, gracias a su riqueza en
sales minerales, principalmente Mg, Ca, Br y K, posee propie-
dades curativas conocidas desde la Antigüedad. Su principal
fuente es el legendario río Jordán.
El viejo camello, exhausto, sintió que el viento era menos
ardiente, que de la arena calentada por el sol brotaba agua.
Tras la larga y árida travesía por fin habían llegado a un
oasis. Allí paraban los viajeros y se abastecían las carava-
nas. Agua y vida donde altas y elegantes palmeras datile-
ras se mecen, se cimbrean, cual princesas del reino vegetal
que son.
Princeps
o
Aricaceae
las bautizó taxonómicamente
Linneo, y en Oriente Medio se conocen como “el árbol de la
vida”. Su fruto, el dátil, es una fuente importante de hidratos
de carbono y fibra, y es rico en betacarotenos y luteína, así
como en potasio y magnesio. Crujen, susurran y se estreme-
cen los palmerales al inhalar los perfumes y aromas de espe-
cias que transportan las caravanas: mostaza e hinojo; mirra
para las inflamaciones; casia como laxante; mirto para con-
dimentar, infusiones de menta y laurel... No es extraño, por
tanto, que muchos de estos oasis se convirtieran en asenta-
mientos estables. Tal es el caso de la “Ciudad de las Palme-
ras”, la antigua Jericó, considerada la ciudad más antigua
del mundo (unos 10.000 años) y también la más baja (850 m
bajo el nivel del mar). De los magníficos jardines de Jericó
dice la Biblia:
“Tierra buena, tierra de torrentes de agua, de
fuentes y aguas profundas que brotan en los valles y en las
montañas, tierra de trigo y cebada, de viñas, higueras y gra-
nados, tierras de olivares, de aceite y miel…” (Deut 8, 7-9)
;
importante ciudad del Valle del Jordán, río lleno de recuer-
dos bíblicos que conecta el Mar de Galilea con el Mar Muer-
to. El hecho más importante fue la llegada de los israelitas
tras el éxodo. Moisés no llegó allí, y cuenta la tradición que
fue enterrado en el oasis de Nabi Musa. El paso del Jordán se
realizó frente a Jericó, bajo el mando de Josué.
El río conserva también el recuerdo del bautismo de
Cristo. Jesús inició su vida pública recorriendo Galilea,
Fenicia, la Decápolis y la tetrarquía de Herodes Filipo.
Pasó varias veces por Jericó, donde aconteció la conver-
sión de Zaqueo y la curación de dos ciegos. Siguiendo el
camino con Jesús llegaremos a la soñada Jerusalén. Todo
el que la ha pisado alguna vez es incapaz de olvidarla. Al
divisarla desde el Monte de los Olivos el alma se engran-
dece. Es una vuelta al hogar: Getsemaní, el Cenáculo, el
Gólgota, La Cúpula de la Roca. Ámbar sobre fondo azul: la
Ciudad Vieja, suspendida en el tiempo y el espacio. Pasa-
do y presente entrelazados en lo más profundo del ser. Al
palpar esa atmósfera bañada en oro, como si la luz vinie-
ra del corazón de la ciudad, se siente un deseo inmen-
so de adentrarse en sus callejuelas; atravesar la tapiada
Puerta Oriental con palmas y olivos ondeando en la casi
inexistente brisa que porta sonidos y aromas milenarios
y compartir la gloriosa Jerusalén; escuchar las ancestra-
les piedras del muro sagrado que acoge los lamentos de su
pueblo; la lejana llamada del muecín junto al tañer de las
campanas, y recordar la sangre, el sudor y las lágrimas en
la dolorosa subida hacia el Gólgota. Ciudad sagrada, hogar
común de cristianos, judíos y musulmanes, donde se tren-
zan las pasiones religiosas de gran parte de la humanidad,
es un lugar único que hay que visitar al menos una vez en
la vida.
¿Caerán alguna vez las murallas de la incomprensión como
cayeron las de Jericó? ¿Nacerán frondosos oasis de paz en la
llamada Tierra Santa? La historia nos lo dirá.
María del Mar Sánchez Cobos
Farmacéutica
Los oasis de Jericó