Revista Pliegos de Rebotica - Nº 133 - Abril/Junio 2018 - page 48

M
M
i nombre es Hart
Crane: Sí, igual que el
autor de
El puente
, el
llamado Rimbaud de
Cleveland. Pero aquí
no es demasiado importante saber
cómo me llamo. No soy el
protagonista de esta trágica
historia, aunque nadie se atreverá a
negar que estuve allí las dos veces,
que quizá fuí un privilegiado, pero
que me hubiera gustado, sin duda,
tener otro tipo de experiencias
para deleitarme con su recuerdo.
Todavía ahora, muchos años
después, me puede la angustia de
aquellos inciertos días; todavía hoy
sueño con despertarme y
comprobar que todo fué una
pesadilla.
Mi vida no había sido fácil hasta
entonces. Hube de formarme en
distintos oficios para
ir tirando
. Unos
meses como ayudante de un
electricista, un par de años en un
taller de automóviles, una larga
temporada en México
transportando todo tipo de
materiales y, finalmente, un buen
trabajo fijo en el departamento
forense de un hospital en Los
Ángeles; por fin, de vuelta a casa.
Con treinta y siete años parece que
había encontrado la estabilidad que
nunca tuve antes. Eso sí, cubría el
turno menos apetecible –diez
noches mensuales y, aparte, fines de
semana alternos– desempeñando
unas tareas que me enfrentaban a
autopsias, limpiezas mortuorias y
demás procedimientos luctuosos.
Por un buen salario, a todo acaba
acostumbrándose el cuerpo, y,
después de casi tres años como
auxiliar de la morgue, aquel verano
de 1962 se estaba presentando
bastante tranquilo.
Hasta que llegó aquel sábado
maldito, aquel 4 de agosto...
Faltaban solo unos minutos para
irme a casa cuando apareció
Noguchi, un novato forense con
aspiraciones. No tengo nada contra
los japoneses pero reconozco que
me molesta cuando dan órdenes
como si fueran ellos los paisanos del
general Macarthur. Pensé, en aquel
momento, que otra vez el mundo se
había vuelto del revés, pero atendí
expectante sus instrucciones.
Extrañamente nervioso, me pidió
que preparara todo el instrumental,
tuviera muy limpia la mesa de
autopsias y dispusiera varias cámaras
fotográficas por si fallaba alguna. No
era esa su pauta habitual de
comportamiento. Noguchi se
distinguía por su mesura y
rigurosidad, casi placidez, al manejar
cadáveres. Intuí que algo pasaba para
que se expresara con tanto
nerviosismo y una altivez
sorprendente. Quizá fuera una
reacción por el cansancio, aunque él
se acababa de incorporar por orden
expresa del juez Curphey.Al saberlo,
comprendí que se trataba de un
trabajo menor, encargado al más
novato, pero que se llenaba con
ínfulas de grandeza e importancia
ante la llamada del juez de guardia.
Sin embargo...
Allí estaba ella.Yo no recuperaba
el resuello ni el habla y todos los
presentes me miraban con cierta
sorna en sus semblantes. Allí
estaba mi añorada Norma Jeane.
La más brillante estrella de todas
las constelaciones. Mi mejor
amiga en nuestras difíciles
infancias. No podía ser cierto; no
podía ser verdad que Marilyn
Monroe estuviera muerta.
Me cobijé en un rincón
esperando mi turno y las ordenes
de Noguchi. Demasiado rápido en
la extracción de órganos,
demasiado rápido en el análisis de
fluidos, demasiado rápido en las
incisiones, demasiado rápido en
todo.
El fiscal Miner hacía alguna
observación sobre la marcha y
anotaba en su libreta. Los ligeros
moratones en el cuello, la sorpresa
de la dentadura o los exiguos
pechos de la más exuberante actriz
cinematográfica. Noguchi grababa
datos e impresiones. Hicimos un
reportaje fotográfico completo y
minucioso.Yo era incapaz de
articular palabra; me limitaba a
48
José Vélez García-Nieto
Pliegos de Rebotica
2018
SOLES DE MEDIANOCHE
Marilyn Monroe en 1954, durante
su visita a Japón.
(Imagen cortesía de Jiji Press)
Dos noches
con Marilyn
Dr. Thomas Noguchi en la época de la
Oficina Forense de Los Ángeles
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