Revista Farmacéuticos - Nº 115 - Octubre-Diciembre 2014 - page 5

P
de Rebotica
LIEGOS
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Y
asmín, dame la mano.
La mano de Yasmín, fina y
menuda, se pierde en mi
mano grande de médico,
como un minúsculo pez. Es
una mano analfabeta de caricias, sin código, sin
lenguaje, ambigua, que no huele: como una piedra.
Como si la parte de barro de Adán que le ha tocado
en suerte, no se hubiera hecho persona en ella
todavía. La mano de Yasmín –nueve años apenas
estrenados– me provoca un profundo respeto.
Salimos de su solitaria y fría habitación de hospital,
y la llevo obediente pero sin entusiasmo, sin
arrastrar los pies pero sin presteza, a la sala de estar
donde juegan los niños enfermos que pueden
hacerlo. Niños rubios o morenos, bulliciosos o
tristes, conquistados o conquistadores, dolientes o
recuperados, obstinados o dóciles... pero amados.
Niños que se miran y se hablan, que se entienden,
que tienen en común una lengua, un pasado, un nido
tibio y reconocible donde reinar.
Yasmín los mira ajena, ciega, sorda, muda.
Somos (yo tan grande, ella tan chica) un extraño
ejemplo de paseantes (mis piernas tan largas, tan
desacompasadas a sus pasos) como dos vagabundos
solitarios y desconocidos, que por huir del
oscuro vertedero, caminan juntos. Me
pregunto como me ven sus ojos,
los que ayer eran capullos de
estrellas, luciérnagas del cielo,
espejuelos de Dios. Me pregunto
como me ven sus ojos, a
través de que rendijas de
olvido, de que nieblas de
tristeza, hasta donde la
medida de su dolor de
niña.
-Juega con ellos. Son
tus amigos.
Los niños le prestan atención solo un minuto.
El tiempo suficiente para
acostumbrarse a su piel oscura,
a sus ojos negros, a su pelo
rizado, a su gesto lejano que
les intimida un poco; a su
soledad, a su silencio, a
su inmovilidad de
mueble abandonado.
Enseguida, perdido el
interés vuelven a sus
juegos, al lenguaje
universal de la risa
y el llanto, a la fuerza de la piel que se
toca caliente y húmeda y viva y cercana.
Yasmín mira, ya olvidada por los otros,
inadvertida espectadora de aquellos pequeños
sazonados de dolor y a veces de muerte, pero que
nunca están solos. Observa sosegada e
indescifrable los otros miedos, los dulces besos,
las palabras perfumadas de amor que ella no
huele.
Yasmín, con su nombre de flor adivinado mas que
conocido, es como un aceite inextinguible. En el
camino desde las lejanas tierras saharianas de
donde procede perdió un tesoro infinito: su
madre. En el tiempo que lleva ingresada en el
hospital desde aquella patera maldita –schock
traumático, contusión cerebral, anemia,
desnutrición– nunca la he visto reír, ni llorar, ni
enfadarse, ni decir una sola palabra en ningún
idioma. Me ofrece sus venas, breves y azules. Se
toma las medicinas sin una duda, come los
desacostumbrados alimentos con la misma
metódica de una máquina tragaperras... pero sigue
vacía.
Mientras, la Comunidad Autónoma de la
provincia ha desplegado sus alas de robot para
protegerla. El “Departamento de Comisión de
Tutela al Menor”, de nombre tan frío e
incomprensible como bien intencionado, ha
dispuesto los medios para cubrir todas sus
necesidades: Psicólogos, abogados, médicos,
trabajadores sociales, educadores, todos
trabajando al unísono para lograr la total
integración de Yasmín. Pero ni las entrevistas
–solo monólogos– ni la búsqueda de familiares en
su país de origen, ni el interrogatorio a los
compañeros supervivientes de la trágica aventura,
Aurora Guerra
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