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odo, cualquier cosa escrita por Lope de Vega, está tocada por la belleza, por la perfección y por eso
no es extraño que, en su época, fuera habitual la frase “parece de Lope” para expresar que algo era
excepcionalmente bueno. Así podía oírse esta expresión aplicada a una fruta, una espada, un brocado
o una casa. De nadie más, antes o después, se ha utilizado tal tópico, pero, modas a parte, es que
acaso nadie más haya llegado donde él llegó. Y leyéndole, leyéndole, llegué a algo que nunca había
encontrado: a la descripción que el propio Lope de Vega hace de su casa. En realidad, puede
estudiarse como una casa típica de la clase media del siglo XVII al menos en Madrid. Una casa no
muy grande de dos pisos y en vez del tradicional corral que complementaba la dieta familiar, él
transforma este en un jardín al que define como “más breve que cometa”. Con su sensibilidad no es
extraño que cambiase gallinas y moscas por flores y frescor.
Y los dos pisos. Nos dice que el de la planta baja es para el verano para mantenerse a salvo del
calor y la alta para el invierno, para aislarse de la humedad y el frío. Ahora nos parece algo
exagerado, pero es que hasta épocas muy recientes la lucha contra el frío era importante y esa es la
razón de las ventanas y las puertas pequeñas, las alfombras y redores o de las esteras en paredes y
suelo cubriendo puertas que difícilmente cerraban bien. Tapices y cortinajes ayudaban a aislar unas
paredes cargadas de un frío que impedía que chimeneas, estufas o braseros calentasen las salas y
dormitorios. De ahí, los doseles, los cortinones alrededor de las camas o incluso los “armarios-cama”
que sólo he alcanzado a ver en un museo italiano aunque sí los conocía a través de la historia del
mobiliario. Curiosa cama esta que era algo así como una litera de dos pisos con un mueble que la
rodeaba por completo y con dos puertas de palillos pero con una cortinilla interior en su frente.
Realmente no todo el mundo tenía tal cosa y menos en España donde casi no tuvo adeptos, por eso
los dormitorios solían ser habitaciones pequeñas- con frecuencia prácticamente del tamaño de la
cama- y sin ventanas porque se afirmaba que estas eran perjudiciales para la salud cuando se estaba
acostado. Para un mejor aislamiento ya en la sala principal, estaba también el estrado con una tarima
ligeramente elevada sobre el suelo de la habitación, y sobre la que habían esparcidos bastantes
cojines que servían de asiento a las damas, mientras que las sillas, aunque también usadas a veces
por mujeres, eran generalmente utilizadas por los hombres. De esta costumbre se originó la frase
“tomar la almohada”, lo que representaba, en el caso de la corte, un privilegio reservado a pocas
mujeres delante de la reina.
Imagino a Lope en su estrado sentado en una silla más bien incómoda, apoyado en la mesa
mientras escribe y siente amores y penas a la poca luz que los pequeños cristales verdosos de los
cuarterones dejan pasar. Le veo también levantarse para pedir que le traigan candelabros con algunas
velas que se encenderían a la vez que se pronunciaba la obligada jaculatoria de “bendito sea el
Santísimo Sacramento del Altar”. Y entonces el consabido chocolate; ese que se tomaba en jícaras -
o cangilones- varias veces al día. Que quitaba frío, entonaba el cuerpo, renovaba fuerzas y alegraba
el paladar.
Una nueva forma de pensar en Lope de Vega; sus pasos cotidianos, su luz y su paladar; el
mundo que le rodeaba, su frío y su calor. Su popularidad y su genio asombroso incluso por
encima de ella. Con sus días y sus cenizas llenas de sentido. Y sus huesos que polvo serán,
pero enamorado.
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P
de Rebotica
LIEGOS
3
CARTA DE LA DIRECTORA
Margarita Arroyo
Siempre
Lope
Casa-Museo de Lope de Vega (Madrid)