–Ahmed –me dijo, casi en un susurro–, tú me has
visto crecer y convertirme en lo que ahora soy. Sabes
que no me voy a conformar con mi suerte. No
descartes volver a verme mañana. Ahora, recuérdame
con detalle la historia de aquel mercader que salvó su
vida con la ayuda de los tres jeques.
Me embargaba una tristeza casi infinita pero me
trasladé unos años antes, apenas tres o cuatro,
cuando una tarde de sol inclemente relaté a
Sherezade y a su hermana una de aquellas fábulas
que tanto les gustaban y que se iban enredando en
su propio hilo en la búsqueda de un final feliz.
Aunque ni por un momento pensé que mi esfuerzo
pudiera servir para algo, al fin y al cabo era el último
deseo de una condenada a muerte y no iba a
negárselo por muy absurdo que pudiera parecerme.Y
así fui desgranando, sin prisas, el cuento del mercader
que mató por accidente al hijo de un efrit, ese
poderoso y enorme genio capaz de hacer tanto el
bien como el mal, y que exigió su sangre al propio
viajante para evitar una venganza aún mayor entre la
prole del mercader.
Sherezade atendía con esmero y me paraba cuando
no tenía claro algún detalle. Me preguntó por la
gacela del primer jeque, los dos canes del segundo y
la mula del tercero .
Yo no daba crédito, pero la niña mantuvo una
atención extrema y al final se acercó a mí, su
humilde y fiel sirviente, para dejarme este mensaje
enigmático:
–Gracias Ahmed; no se cómo ni cuándo, pero
volveremos a vernos.
La segunda noche
La niña tenía razón. Su historia de amor y
supervivencia es tan conocida que no vale la pena
incidir en lo que fue pasando después. Sherezade
encandiló al rey con su intimidad sin tacha, su manera
de ser, su dejarse hacer y su original forma de
alcanzar la sensibilidad a través de las palabras.
Los palacios del Sultán recuperaron, poco a poco,
la normalidad; incluso podríamos decir que
retornaba la alegría. Las dos
hermanas cuidaban de un
Shahriar que, expectante,
contaba los minutos cuando
se acercaba el atardecer,
pero que en las jornadas
matinales había vuelto a
rodearse de sabios
consejeros y de un gobierno
eficaz, leal y dinámico que
iba mejorando la calidad de
los servicios y las atenciones
que se venían prestando al pueblo. Alah, el
Bondadoso, el Magnánimo, el Todopoderoso, había
vuelto a obrar el milagro.Yo practicaba mis
oraciones de agradecimiento en la Mezquita con
un entusiasmo casi juvenil. Me esperaba una vejez
digna y sin grandes inconvenientes hasta que Alah
decidiera el traslado de mi alma al Paraiso.
Pero hubo un nuevo momento de tensión cuando
llegó la noche número seiscientos sesenta y
nueve. Aquella velada Sherezade no acudió a la cita
y hubo algo más que preocupación en los
aledaños de los aposentos de Schahriar ¿Iba el
Sultán a volver a sus viejas costumbres? Durante
estos casi dos años, decenas de muchachas habían
llegado a la ciudad, tranquilizadas porque su rey
no buscaba carne nueva y limpia para resarcirse
con sus vengativas y sanguinarias actividades.
Esta vez, fue el mismo rey quien me mandó llamar.
Mi longevidad y los dolores de mis huesos me
exoneraban de ciertas tareas, pero acudí presto a
la llamada de mi señor.
–Ahmed –me abordó el rey sin dejarme recuperar
el resuello–; me dicen que el parto de Sherezade
está siendo muy complicado. Los físicos no las
tienen todas consigo. Bien sé que tú conoces
alguno de los secretos de parteras y matronas.Ve
rapidamente a los aposentos de mi dueña y
señora y ayuda a traer al mundo a ese niño que
parece resistirse a venir. No sé si la criatura será
más terca que su padre o que su madre, pero
respondes de la supervivencia de Sherezade con
tu propia vida. No te retrases.
Fueron horas muy intensas; la madre sufría los
dolores con una entereza impensable. Corrian a la
par por sus mejillas lágrimas y pequeñas gotas de
sangre que fluía de su respingona nariz. Sudaba a
mares, pero sonreía. No dejaba de sonreir.
Se agarró a mi mano cuando le aplicamos el último
emplasto de mostaza y emergió la cabecita del
primero de los dosretoños que iban a surgir de sus
entrañas. Era la penúltima sorpresa que nos tenía
reservada la más esplendorosa joya que jamás pudo
poseer un Sultán.
Salí de la habitación, exhausto y
agradecido por el apretón de
manos que me dedicó la rendida
madre; lancé mis babuchas hasta un
rincón del patio y me hinqué de
rodillas mirando a La Meca para
agradecer a Alah, el Misericordioso,
que me hubiera permitido
compartir dos noches tan
especiales con la más grande de las
princesas.
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49
Pliegos de Rebotica
´2018
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SOLES DE MEDIANOCHE
●
Sherazada y el sultán, miniatura persa de
Sani ol molk (1849-1856).