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os ríos franceses son caudalosos, ricos,
fructíferos, inmensos y algo mágicos. Por
citar solo los cuatro más famosos, ahí está
el Sena parisino, testigo mudo de tantas
proezas heroicas y hechos sanguinarios
producidos por los sentimientos encontrados del ser
humano, el padre Ródano que vierte sus aguas al casi
cerrado y siempre sediento Mar Mediterráneo, el
pirenaico Garona, con algunos hectómetros cúbicos
procedentes de la vertiente española o el Loira, el
mejor canal de transporte y comunicaciones que
nuestros vecinos disfrutaron durante siglos hasta
que hizo su aparición el ferrocarril.
En las orillas de este último se dispersan y salpican
con sus torrenciales aguas todo un rosario de castillos
construidos, en su mayor parte, por opulentos
aristócratas enriquecidos con el comercio y las
cosechas de tierras fecundas y agradecidas. Numerosas
rutas turísticas muestran, previo un importante
estipendio, salones, esculturas, jardines, mobiliarios e
historias que, poco a poco, han ido conformando las
características esenciales de toda una sociedad.Al
visitar los castillos, su variedad, su riqueza, su
ampulosidad y su elegancia, se comprende mucho
mejor, y desde luego se perdona, el famoso y
archimanido chovinismo
francés.
Seguramente, un genio –que
como casi todos, no sabía que
lo era- debió quedar
embelesado por tanta belleza
y tantos recursos y decidió
que una de estas edificaciones
se convirtiera en centro
neurálgico, cuartel general y
punto de encuentro de un
personaje básico en el pasado
siglo XX. El genio era George
Rémi, un belga autodidacta
que ha pasado a la gran
historia de la literatura
universal a través del cómic
con el pseudónimo de Hergé;
y el personaje no es otro que
Tintín; el periodista sencillo, afable y dispuesto con
su encrespado tupé y su ágil Milú, para afrontar
cualquier adversidad, para meterse en líos por
causas nobles y que siempre, siempre, se rinde sin
condiciones a la amistad. No creo que exista en la
literatura moderna un ejemplo, siquiera cercano, a lo
que es capaz de hacer este joven reportero para
ayudar a un amigo, sea éste un marino borrachín, el
capitán Haddock, un sabio despistado, el profesor
Tornasol, una diva del
bel canto
, la extrovertida
Castafiore, unos torpes detectives, los invencibles
Hernández y Fernández y, sobre todos ellos, Tchang,
el lejano compañero de andanzas y fatigas juveniles
en la ignota y siniestra geografía china.
Todavía recuerdo, y no como si fuera ayer, el día que
entró en casa el cetro de un tal Ottokar. Fue un
regalo para mi hermana Pilar del tío Mario, su
padrino, y entonces ni siquiera sabíamos qué era eso
de un cetro, aunque yo mismo empezaba a disfrutar
en serio con cualquier lectura que cayera entre mis
manos. Aquel primer libro leído de las aventuras de
Tintín prometía una relación imperecedera y
confieso que, a estas alturas de mi vida y cuando
algún acontecimiento tuerce un poco mi propia
singladura, vuelvo a Tintín. Tomo la colección
completa entre mis manos y poco a poco la releo
con cierta sensación de síndrome de abstinencia.
Casi siempre descubro algo nuevo, siempre disfruto;
siempre me sirve para recargar
pilas y ánimos cuando más lo
necesito. Siempre me sabe a
poco y, también siempre,
agradezco a Hergé que nos
dejara semejante herencia a su
incontable legión de
seguidores.
Con estos ingredientes de
partida, la visita a Cheverny, al
borde del Loira, es cita
obligada para los empedernidos
lectores de las aventuras de
Tintín. Podría parecer un
castillo más pero, piedra a
piedra, sus dependencias se
corresponden con Moulinsart,
la mansión recuperada por el
viejo capitán tras resolver el
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José Vélez García-Nieto
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Pliegos de Rebotica
´2016
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SOLES DE MEDIANOCHE
Tintín
y los castillos del Loira