Revista Farmacéuticos - Nº 112 - Enero/Marzo 2013 - page 49

hacía tiempo que se había comprado un modesto
apartamento en Triana, cerca del río. Hubo más de una
comadre que aseguró que con el cambio político,
Esperanza volvería a su terruño, cualquiera que éste
fuese. La extremeña sonreía con prudencia. ¡Lo que
hace el no saber!
Por cierto, nunca se le conoció amistad con hombre
alguno. Ella seguía amando en
silencio y sin la menor duda a quien
no la mereció.
La huida de Rosario
Rosario, la pizpireta hermana de
Pascual, al que tanto quiso y
defendió a pesar de la desgracia
sembrada a su alrededor, no
tuvo tanta suerte. Sus idas y
venidas a Mérida y a casas de
dudosa reputación provocaron
que Almendralejo la repudiara
con el mayor de los
desprecios. Cercana a la
prostitución, por su mala
cabeza con los hombres y su
debilidad para frenar los
instintos más primarios de
los que se acercaban con
falsas lisonjas, acabó en el
verdadero camino de la
perdición y huyó hasta La
Coruña, ese último
horizonte que su propio hermano
había conocido en la primera fuga. Pasó por
presidios, conventos de regeneración de mujeres
públicas y otras comisarías y perdió su oportunidad
cuando una buena samaritana le quiso incorporar a
su servicio en un viaje sin retorno a Sudamérica y
ella no se fió de aquella aventura en la que, esta vez
sí, tenía muy poco que perder.
En los inicios de la década de los cincuenta la
encontraron vagabundeando y sin rumbo por las
calles de Compostela. Parecía una anciana de
muchos años mal llevados y pedía limosna
apretándose en las escalinatas de la Catedral con
otros mendigos de parecida ralea. Todo el peso de la
Ley de Vagos y Maleantes cayó sobre sus hombros y
terminó sus días, más pronto que tarde, en un viejo
hospital habilitado para presos comunes en la Galicia
profunda. Nadie acudió a sus exequias, ni siquiera
sus compañeras o enfermeras de aquella sala
interminable de blancas paredes y blasfemias
entrecortadas y ocultas en las impolutas sábanas
Bonilla, en la picota
Tampoco Benigno Bonilla tuvo la suerte de cara. Un
buen profesional, enamorado de los fármacos y las
preparaciones magistrales, se encontró de buenas a
primeras con una persecución política inexplicable.
Encontrar los papeles de
Pascual Duarte
en sus
anaqueles fue la espita que disparó todos los rumores
e inquinas.
Bonilla, buen farmacéutico, era culto y liberal. En su
reputada tertulia se admitían todas las opiniones y se
escuchaban todas las ideas, sin censura alguna. Pero
al concluir el conflicto civil, en 1939, la caza de
brujas y las persecuciones solapadas se abrieron paso
en algunos pueblos importantes de la región. Era el
momento para eliminar competencias mal entendidas
o maneras de ejercer que impedían un rápido
enriquecimiento. Nuestra profesión sabe
mucho de este tipo de
aprovechados y Benigno hubo
de sufrirlo en su propia
trayectoria.
El transcriptor del Pascual
Duarte encontró sus papeles, casi
sin querer, revueltos, desordenados
y poco legibles, en las estanterías
de esta farmacia de Almendralejo,
superada ya la guerra civil, en la
primavera del 39. Aquella casualidad
nunca debió generar tantos disgustos
a un boticario que cumplió con sus
deberes farmacéuticos sin resistencia
alguna en los tres años de
conflagración. Sus ideas eran
conocidas, pero él siempre fue
partidario de la paz, del imperio de la
Ley y del poder democráticamente
emanado de las urnas. No se distinguía
por lucir sus ideas a voz en grito, pero
tampoco resistía el silencio de los
corderos, la llamada paz de los sepulcros.
Cuando el transcriptor ordenó los
más de trescientos folios de Duarte y les dio
forma, estaba –sin saberlo, naturalmente- firmando la
sentencia política de un sanitario eficaz y solvente.
A partir de entonces, y por denuncias teóricamente
anónimas nacidas en algún antiguo compañero de
profesión que se había pasado la guerra en Argentina
para
evitar riesgos innecesarios a sus familiares
, se
registraron en varias ocasiones todas las dependencias
y propiedades del desgraciado Bonilla, buscando no se
sabe qué y obligándole a pasar más de una noche en
sórdidos calabozos por acusaciones sin el menor
fundamento.
Benigno era un hombre mayor, soltero y sin
familiares directos próximos; animoso, pero avejentado
por el trabajo. Habló con su mancebo de toda la vida,
le pidió que buscara un buen comprador para que se
quedara con él y con la botica y tras una breve
conversación acordaron un precio que hoy sería
calificado de irrisorio. La botica cambió de manos en
enero del 44. Bonilla fue despedido con honores y con
más de una lágrima de algunos de sus muchos
pacientes y él emprendió rumbo a Estoril. Por
Almendralejo, nunca más se volvió a saber de aquel
boticario que mereció una línea en la novela de Cela,
aunque ahora hay quién pide que se le de el nombre de
una de las nuevas calles de la ciudad y se reconozca su
espléndido trabajo y su limpieza de corazón.
¡Cosas de la vida!
P
de Rebotica
LIEGOS
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